Capítulo 1 - Causalidad

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  • Dedicado a Fany Carmona
                                    


Abrió lentamente los ojos y, al ver su solitaria habitación en penumbra mientras los primeros rayos de la mañana comenzaban a atravesar las persianas, soltó un suspiro.
—Pff... Otro día más... —murmuró dejando caer la cabeza nuevamente sobre la almohada.
Unos minutos después se recostó para quedarse sentado sobre la cama, cabizbajo.
—Otro día más, solo, en esta monótona existencia —se dijo a sí mismo—. Pero aunque nada tenga sentido, aquí estoy... Así que aprovecha el día.
Se frotó la cara, desperezándose, y luego se puso en pie soltando un quejido. Levantó un poco la persiana y miró afuera con desgana. Después se volvió y fue al baño. Mientras se lavaba la cara pensó que al menos esa mañana tenía un trabajo que hacer, algo que le reportaría algo de dinero y le daría una excusa para salir y pasear un poco. Tras desayunar algo rápidamente y vestirse, cogió la mochila con las herramientas y salió de casa.
Gábriel vivía en la gran ciudad de Sumadia, epicentro del planeta. Sumadia era la capital de Sidonéa, y era considerada la ciudad más influyente del planeta. Sus más de quince millones de habitantes se componían de todo tipo de gente, pero entre ellos se encontraban las personalidades más respetadas del mundo, ya que los que podían permitírselo no dudaban en comprar allí sus propiedades. Pero la reputación de Sumadia no se basaba en sus ciudadanos, sino en la fortaleza de su sistema bancario, en los importantes negocios que la unían con la gran mayoría de países y en el hecho de contar con las mejores y más prestigiosas corporaciones. Eso provocaba que entre sus filas contara con los más brillantes y reconocidos científicos, catedráticos y eruditos del mundo y que, en consecuencia, poseyeran las más avanzadas tecnologías.
Su privilegiada situación, situada en el centro del continente Dorna, junto al gran río Tigris, que cruza el mismo de norte a sur, la convirtió, desde el principio de los tiempos, en la principal zona comercial del mentado continente, debido al fácil acceso tanto terrestre como marítimo. Por ello fueron muchas las civilizaciones que, a lo largo de la historia, establecieron Sumadia como la capital de sus imperios. Y es debido a este motivo que cientos de obras milenarias, tales como templos de culto de antiguas civilizaciones, castillos y otras construcciones que perduraron al paso del tiempo, convivan entremezcladas con los más modernos edificios y enormes rascacielos de cristal, dando a la ciudad ese aspecto tan único y característico.
Sumadia era, en resumen, la ciudad mágica, donde los sueños podían hacerse realidad. Era la que marcaba el camino a seguir, la que dictaba las normas, y el resto de ciudades de todo el mundo intentaban seguirla e imitarla. Sin embargo, muy pocas lograban siquiera acercarse... De hecho, en el resto del mundo, la situación era bien diferente. La codicia desmesurada de los gobiernos durante el último siglo, en especial el de Sidonéa, y la falta de conciencia general, habían provocado que el planeta se encontrara en un estado de agonía casi irreversible. La economía que la gran ciudad había impuesto estaba basada en un sistema consumista, en el que se creaban infinidad de productos cada día con una obsolescencia programada, y se incentivaba a la población a comprar y comprar. Pero ello había provocado un ritmo insostenible. Los países de todo el planeta habían arrasado con la naturaleza sin ningún tipo de medida ni miramiento, con el único objetivo de obtener materias primas y satisfacer las enormes demandas de un mercado que no paraba de crecer. Se devastaron selvas enteras para conseguir madera y otros materiales, extinguiendo gran cantidad de especies en el camino; Perforaron indiscriminadamente la tierra en busca de minerales y petróleo; Se destruyeron las zonas verdes para construir más y más ciudades; Iban avanzando, arrasando zonas, agotando todos los recursos disponibles, para continuar con otra zona y más tarde repetir el proceso. No tenían miramientos. No les importaba el planeta en absoluto, lo único que les importaba era el dinero. Solo buscaban beneficios, sin preocuparse de las consecuencias.
Pero, como era inevitable, las consecuencias acabaron llegando...

Sin embargo el mundo seguía girando y los Sumadienses continuaban con sus vidas, ajenos a todo, haciendo caso al mensaje de sus líderes políticos en el que se les transmitía una falsa tranquilidad, asegurándoles que pronto todo se solucionaría. Un nuevo día comenzaba, dando paso, de nuevo, a la habitual vorágine de estrés, prisas y obligaciones a la que tan acostumbrados estaban sus habitantes.
Mireia estaba sentada frente a la pantalla de su ordenador personal envuelta en su bata de seda, mientras el intenso aroma a café recién hecho impregnaba la habitación. Sin dejar de mirar la pantalla cogió la taza y le dio varios sorbos cortos, para no quemarse. Mientras disfrutaba del amargo sabor del café caliente chateaba con su amiga Melissa.
—"Genial tía, pues te dejo que voy a empezar a arreglarme. Que ilusión" —le escribió Melissa, añadiendo un smile de una carita sonriente.
—"Fantástico Mel, quedamos así. Tengo muchas ganas de volver a verte, loca. Un besito" —contestó ella.
Mireia cogió la taza con ambas manos, calentádoselas, mientras sonreía satisfecha al recordar el feliz acontecimiento. Mel había sido su mejor amiga desde pequeñas, casi se habían criado juntas. Pero sus caminos se separaron al acabar el instituto y, por cosas de la vida, se distanciaron hasta acabar perdiendo el contacto. Pero ahora, gracias a las redes sociales, habían vivido un feliz reencuentro. Y para celebrarlo habían quedado al mediodía para comer e ir juntas de compras, como en los viejos tiempos. Estaba inquieta y deseosa de que llegara el momento. Tenían tanto de que hablar...
Con aire melancólico se levantó y, con la taza de café en la mano, se acercó a la ventana para quedarse contemplando la ciudad mientras tomaba otro sorbo de café caliente.
Las calles bullían de actividad, repleta de gente apresurada que iba y venía pero, entre la multitud, Andrés caminaba plácidamente con su perro Sam. Volvían a casa después del habitual paseo matinal en el que el animal hacía sus necesidades y Andrés intentaba quemar las primeras calorías del día. Tan solo llevaba un mes en el paro desde que le despidieran, pero la depresión y su estilo de vida sedentario habían provocado que ganará más de cinco kilos, así que intentaba compensarlo como podía. Sin embargo no podía luchar contra su naturaleza, por lo que al pasar frente a la churreria se enfrentó de nuevo al dilema, volviendo a flaquear. Tentado por el dulce aroma a chocolate, que le resultaba embriagador, entró a la tienda.
—Compraré unos churros para desayunar... Por un día no pasa nada —se dijo.
Con el botín en la mano y camino hacia su casa no pudo evitar sentir cierta culpabilidad. Siempre le pasaba lo mismo, sucumbía con facilidad y luego se atormentaba por ello.
Iba tan absorto en sus pensamientos que a punto estuvo de cruzar la calle estando el semáforo para los peatones en rojo, y lo hubiera hecho si su perro Sam, más atento que él, no hubiera frenado en seco. Su corazón se aceleró al levantar la cabeza, al notar el tirón de la cadena, y ver un coche pasar a gran velocidad a escasos centímetros delante de él, soltándole una sonora pitada. El conductor tuvo que dar un volantazo para evitar atropellarle.
—¡¡Pero mira por dónde vas, imbécil!! —gritó furioso Carlos, el conductor del vehículo.
Agarró con fuerza el volante sin dejar de maldecir, pese a saber que en parte también era culpa suya, ya que iba más rápido de lo que debería, pero es que llegaba tarde al trabajo. Esa mañana se había levantado bastante irritable ya que era el tercer día desde que dejó de fumar, proceso que no le estaba resultando nada sencillo, y había acabado discutiendo con su mujer. La cosa había empezado porque esta estaba tardando demasiado en el baño, pero el verdadero trasfondo era que se sentía obligado por ella, por la promesa que le hizo. En un día de concienciación, él aceptó la petición que le hizo su esposa para que dejara de fumar, pero fue tras no poder negar los efectos negativos que el tabaco le estaba causando a su cuerpo, tras un ataque de asma que casi acaba en el hospital. Le prometió a ella, y a sí mismo, que lo dejaría y que esa vez sería la definitiva. Pero estaba resultando demasiado duro para él. Al final, entre gritos y reproches, se le había hecho tardísimo y, para colmo, no le había dado tiempo a desayunar nada. Cuando aparcó frente a su trabajo, las tripas le rugieron. Miró su reloj de pulsera.
—¡Mierda! Ya llegó diez minutos tarde —exclamó llevándose la mano a la cara.
Salió del coche de mala gana. Después miró el edificio de su oficina y, acto seguido, el bar de al lado. Vaciló.
«¡Que cojones! Sin tabaco y sin café... ¡eso si que no! Ya llego tarde, no va de diez minutos...»
Con paso nervioso se dirigió al bar. Al entrar se encontró con el bar vacío y Arturo, el propietario, con los codos apoyados mirando la tele. Le resultó extraño ver el bar tan vacío, ya que acostumbraba a regentarlo media hora antes, en pleno bullicio, justo antes de la entrada en las oficinas.
—Hola Arturo. Ponme un café largo, muy cargado. Y date prisa, que voy tarde —dijo sentándose en un taburete.
—A la orden —contestó este girándose hacia la cafetera y comenzando a moler el café.
Instintivamente Carlos echó la mano al bolsillo de su camisa, donde habitualmente guardaba el paquete de tabaco y maldijo internamente al recordar que ya no fumaba. Se quedó ahí, jugueteando nerviosamente con los dedos y con un tic en la pierna, esperando que llegara ese café.
—Cómo está el mundo eh... —comentó Arturo mientras manipulaba la cafetera.
—¿Eh?
El café brotó deprisa. Arturo se giró con la taza y se la sirvió a su cliente.
—Otro terremoto, esta vez aun más cerca —le explicó haciendo un gesto con la cabeza señalándole la tele.
Carlos cogió el vaso con ambas manos y, como un yonki, lo olió casi extasiado. Después pegó un sorbo.
—Yo prefiero no ver las noticias —respondió—, no hay más que desgracias. Allí donde mires hay desastres, hambruna, muerte... Da asco. No sé que coño hacemos que no nos suicidamos todos.
Pegó otro trago.
—Vaya... alguien se ha levantado con el pie izquierdo —bromeó el camarero.
El hombre le profirió una mirada de pocos amigos, después pegó un último trago y levantó la taza por encima de su cabeza, apurándola.
—Me voy —dijo dejando la taza. Se levantó y salió a toda prisa.
Cuando la puerta se estaba cerrando se abrió de nuevo.
—Vaya, ese tipo va con demasiada prisa... casi chocamos.
—Si, parece que no tiene un buen día. Pero pasa, pasa Gábriel. Te estaba esperando —le dijo Arturo, saliendo de detrás de la barra para darle la mano.
Gábriel le estrechó la mano.
—¿Qué tal Arturo, todo bien? ¿Dónde está ese congelador que te está dando problemas?
—Si, muy bien, salvo por problemas puntuales como el congelador que se niega a funcionar, pero ojalá todos los problemas del mundo fueran así. Estos problemas, al menos, se puede arreglar.
Gábriel intentó forzar una sonrisa.
—Ven, te enseñaré el congelador. Es por aquí —le indicó.
Cuando le guiaba hacia el almacén, en las noticias de la tele apareció Mr. Luz y Arturo paró en seco.
—Más gente así necesitamos en el mundo —comentó.
En las noticias de la mañana estaban comentando otro heroicidad más del gran Mr. Luz que, al parecer había tenido lugar esa madrugada, y no muy lejos de allí.
"De nuevo, mientras todos dormíamos nos ha vuelto a salvar. Ayer nuestro querido héroe desmanteló una red de narcotráfico, desbaratando una operación ilegal y reduciendo a los cabecillas de una de las bandas más peligrosas de la ciudad, que ya han pasado a disposición judicial. Al parecer ..."
—Ya he tenido suficiente —resopló Gábriel, comenzando a andar de nuevo. Arturo lo miró sorprendido y retomó el paso.
—¿No me digas que no te gusta Mr. Luz?
—Dejémoslo en que me interesan más otras cosas... como ese congelador averiado.
Este se encogió de hombros.
—Muy bien. Mira, es este —le indicó.
Gábriel le echó un vistazo al congelador averiado, sacó varias herramientas de mano que llevaba en la pequeña mochila que cargaba a la espalda y se agachó junto a él.
—Vaya, está peor de lo que esperaba —murmuró tras el primer diagnóstico—. Me pongo a ello Arturo, a ver si en un rato está solucionado —añadió, mientras se recogía su despeinada melena negra en una cola y comenzaba a trastear el electrodoméstico dañado—. Cuando acabe te aviso.
Arturo asintió y volvió a atender el bar.

Apokalypse  (Trilogía EXO I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora