Traza una línea en un lienzo, no importa cómo sea, ni si queda derecha o torcida, tampoco el tamaño, sólo fíjate en el trazo, en el proceso, en el momento en el que decides parar. ¿Qué te hizo detenerte? ¿El límite del lienzo? Búscate uno más grande, donde traces una línea más larga, más gruesa, más derecha, más pareja. Recuerda que puede ser infinita.
Ahora enciende una luz, la que sea, sólo enciéndela para alumbrar la penumbra, esa que no te deja ver lo que hay en la habitación... o lo que hay en tu interior. Pero, recuerda, que ésta no es infinita.
Ahora quiero que escribas. Escribe lo que sientes en el momento. Sea rabia, dolor, alegría... sólo plásmalo en una hoja. Enciende en fuego tus sentimientos, no los apagues hasta haberles sacado provecho, haz que valga la pena el sentirlos, el cargarlos en tu alma con sus toneladas de pensamientos y recuerdos. Éstos tienen un límite, pero eres tú quien se los pone.
Una más.
Escucha. Escucha con todo tu ser lo que te dice el mundo. Los malos comentarios, deséchalos, no dejes que éstos pasen a tu alma; los buenos, acéptalos, ponlos en práctica. También puedes escucharte a ti mismo. Lo que tienes para decir. Escucha también a otra persona, a alguien que lo necesite, no importa si nadie te escucha a ti, si quieres que lo hagan, empieza por hacerlo tú. Abraza las palabras con tus propios sentimientos, usa la empatía en tus oídos, siente y succiona lo que escuches, no dejes que se escape una sola letra, esa persona se siente necesitada, necesitada de un corazón que la comprenda, o que abrace sus propios latidos por un segundo, que se lance con ella al vacío en un minuto de paz y libertad.
Ahora sal al mundo, y deja que te destruya, para volver a seguir estos pasos y reconstruirte, para completar y repetir el ciclo.