Pottsfield

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Salieron minutos después de que el fuego de la fogata amainó. Entre susurros que se filtraron por el viento, Wirt y Beatrice prometieron volver.

Ninguno de los dos volvió la mirada hacia atrás, sino que ajustaron la capucha con mayor fuerza contra de su cuerpo, cubriéndose principalmente la cabeza y comenzaron la marcha entre la oscuridad. Nada había cambiado en su ausencia en las afueras de lo Desconocido, todo seguía tan plácido que incluso Wirt creyó escuchar unas suaves voces susurrarle a través de los arbustos, pidiéndole ayuda.

Claro, eso no se lo dijo a Beatrice.

La chica caminaba a su lado con pasos ausentes; el cabello debajo de la tela era un mar naranja opaco y su piel clara era casi cercano al blanco gracias a la oscuridad que los envolvía. Quería preguntarle qué era lo que le estaba pasando, pero conocía a Beatrice: ella nunca se lo diría. También le propinaría un puñetazo en el brazo, y le apresuraría a seguir caminando, así que se guardó las preguntas para sí.

De todas formas lo que menos quería era molestarla.

Además, Wirt no tenía ganas de hablar. Lo único que le apetecía era voltear la cabeza hacia el cielo, y contemplar en silencio como la luna era succionada por el cielo, pero sus piernas pisando la tierra le recordaron lo terrenal que era, lo abstracto que resultaba querer desprenderse del universo y limitarse a flotar sin propósito alguno.

Si tuviera la oportunidad de olvidarse de su vida, ¿lo haría?

Y no es como que recordara cada detalle de su existencia lejos de lo Desconocido, esa vida prometida que seguía allí, al otro lado, como un mundo paralelo a través del espejo del agua, un río turbulento que deformaba tu rostro. Así era como Wirt comprendía ahora aquellos parajes: su realidad era el lado claro, su cuerpo real. Y lo Desconocido era aquel reflejo titilante que no podía tocar a menos que decidiera mojarse la punta de los dedos.

¿Estaría muriendo en ese momento?

¿De niño fue consciente de lo cerca que había estado de dejar de existir?

Pronto llegaron sin que Beatrice le diera aviso. El cartel hacia Pottsfield, escondido entre unas ramas secas y hojas color naranja, y la punta de la flecha los dirigía hacia la derecha, por un sendero cerrado que en la lejanía podía contemplarse un pequeño cumulo de casas extrañas. Ambos comenzaron a caminar hacia aquella dirección, hombro con hombro, en silencio.

Wirt no temblaba, su cuerpo era incapaz de sentir frío, pero sin en cambio, Beatrice temblaba tanto que sus brazos se tambaleaban a sus costados, impidiéndole mantenerse tranquila. Así que Wirt decidió hacerlo.

Antes de llegar al pueblo, el muchacho se detuvo un momento en el sendero. Beatrice tardó unos segundos en percatarse de su ausencia, y volvió la cabeza hacia él; no dijo nada, pero a juzgar por su ceño fruncido, parecía estar gritándole con la mirada que moviera los pies o ella se congelaría a mitad de la noche. Wirt se quitó la capucha, y la sostuvo entre sus piernas, el tiempo suficiente para quitarse el suéter que envolvía su cuerpo.

Lo quitó por encima de su cabeza, y con la acción ya hecha, procedió a colocarse nuevamente la capucha. Retomó la caminata, y al estar a la altura de la pelirroja, le tendió su suéter con una media sonrisa entre los labios, antes de retomar la caminata.

Beatrice no dijo nada, pero cuando Wirt volvió a mirarla, su cuerpo delgaducho ya traía consigo la prenda tejida del muchacho, quien no pudo evitar no extender una liviana sonrisa entre sus labios. Su corazón se aceleró.

Pottsfield estaba exactamente como Wirt creía recordarlo: silencioso, placentero y con una música extraña que provenía del viejo granero. El sendero de calabazas lo guiaron, y el muchacho recordó a su hermano pequeño, tambaleándose entre el pastizal, tratando de no perder el equilibrio y a Beatrice mascullando que aquel sitio era extraño y bizarro.

Ahora estaban nuevamente ahí, Beatrice y Wirt, pero sin Greg, caminando juntos entre la oscuridad y unas suaves luces de antorchas al fondo, guiándoles el camino. ¿Ellos sabrían ya de su presencia?, se preguntó el muchacho, mirando de reojo a Beatrice, quien mantenía su gesto unánime.

─Beatrice ─susurró Wirt─, ¿pasa algo?

Ella se apresuró a negar con la cabeza, hundiéndose entre la tela del suéter y la capucha.

─He estado pensando en qué formas puedo ayudarte para que vuelvas a casa ─susurró simplemente.

Con la punta de los dedos, Beatrice abrió la puerta del granero, y frente a ellos se extendió una masa de personas hechas de calabaza, que festejaban alrededor de lo que parecía ser... ¿Qué parecía? A Wirt en realidad le recordaba a esos juegos infantiles con listones de colores, pero no estuvo totalmente seguro.

Cruzaron el velo de la puerta e inmediatamente pares de orificios huecos ─que simulaban ser ojos─ los contemplaron en silencio. Detrás de todos ellos, Enoch, la gran cabeza de calabaza, los recibió sin mediar alguna palabra de bienvenida. Quizá ya eran conocidos, o posiblemente ya había llegado la hora de Wirt. En realidad no lo sabía y tampoco quería saberlo.

─Parece que no haya pasado nada de tiempo ─farfulló Wirt, dando unos pasos, tambaleante.

─Aquí el tiempo se detiene ─respondió Beatrice, encogiéndose de hombros. Y antes de que Wirt tuviera la oportunidad de preguntarle, ella caminó a largas zancadas hacia el hombre de la cabeza de calabaza.

─Han vuelto ─masculló Enoch, agachándose hacia ellos mientras el tumulto de personas calabazas los observaban─. La última vez que nos encontramos ─miró a Wirt, si es que a eso se le podía llamar "mirar"─ no estabas listo para unirte a nosotros.

─Lo sé ─dijo Wirt, asintiendo con la cabeza─, pero tengo un...

─Un problema ─completó Enoch, irguiéndose sobre sí y los miró desde las alturas─. Algo se instaló dentro de tu corazón, y ahora no te deja partir.

─Necesitamos su consejo ─intervino Beatrice, alzando la voz─. O al menos que nos permita permanecer aquí está noche, nuestro camino es largo y nuestro problema confuso.

─Sólo gente que esté lista para unirse a nosotros puede quedarse ─declaró Enoch, con voz benevolente─. Tú ni siquiera perteneces aquí. Al único que le podría permitir la estancia sería a tu compañía.

─ ¿Por qué a él? ─Preguntó Beatrice, frunciendo el entrecejo y bajó su capucha de un movimiento abrupto, confrontando a Enoch de frente.

─Su alma se tambalea al igual que su existencia en lo Desconocido ─susurró Enoch, removiéndose en su lugar a la luz de las antorchas─. Puede que esté cerca de unirse a nosotros.

Wirt casi cayó de bruces contra el suelo, y Beatrice retrocedió unos pasos, tambaleante.

─Y tú ─señaló a Beatrice─, deberías comprender y admitir tus deseos. Debes ser consciente de lo que eres capaz de arrastrar tras de ti.

El muchacho lo recordó. Sus recuerdos le lanzaron algo parecido a una bomba: Enoch, ese nombre parecía reconocerlo, de alguna parte. Lo único que lograba atisbar de lo borroso de sus pensamientos fue que se referían a él como el recolector de almas. El único camino para encontrar la paz a mitad de la tempestad.

Beatrice frunció los labios y contrajo el rostro, enfadada. De sus ojos se advirtió el frotar de lágrimas, pero antes de que eso sucediera la muchacha dio media vuelta, extendiendo su vestido al aire y se dirigió hacia la salida del granero con zancadas largas y erguidas. Cerró la puerta tras de sí de un solo golpe.

─ ¡Beatrice! ─Gritó Wirt, corriendo tras de ella.

Enoch contempló la escena en silencio.

Over The Garden Wall: The BeastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora