Antigio - Capítulo XI (11)

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XI

Eran poco más de las cinco de la mañana cuando abrí los ojos. A pesar del cansancio, no era capaz de seguir durmiendo sin mencionar el hecho de que el hambre empezaba a molestarme ya que durante el día anterior, no había comido casi nada. El servicio de recepción debía avisarme a las seis pero no pensaba permanecer más tiempo acostado. Me levanté, tomé una ducha bien caliente y me hice un buen afeitado. En mi maleta sólo quedaba una muda de ropa limpia pero que era de calle; mis dos sotanas estaban muy sucias y necesitaban ser lavadas. Seguro que el hotel disponía de servicio de lavandería y no desaprovecharía la ocasión de utilizarlo. Me vestí con la única ropa limpia que me quedaba y me preparé para bajar a desayunar. Antes de cerrar la maleta me fijé en mi vieja Biblia que asomaba por una esquina. Me quedé un minuto mirándola, cerré la maleta y me dirigí a la zona de desayunos.

Bajé a la recepción y entregué la llave de mi habitación. Tras la recepción me percaté de un cuadro enorme con una Ginebra medieval y misteriosa que destacaba sobre los demás. Por un instante me sumergí en recuerdos de vidas pasadas e imágenes de épocas perdidas. Mi pasión por la historia emergía y junto a ella una sinfonía de pensamientos de cultura, misterio, romanticismo y añoro; me había despertado en la grandiosa Ginebra, tierra de doncellas y caballeros. Incluso durante esa época tan oscura y llena de misterios, se consideraba el banco del todo mundo conocido; igual que hoy. Su organización era tan extensa y meticulosa que un caballero podía dejar una cantidad de dinero al recaudo de uno de sus miembros, viajar a Jerusalén y una vez en su destino, recuperar la cantidad de dinero entregada menos una pequeña comisión. Algo inaudito para esa época y que nuestros tiempos se trata de una práctica muy habitual.

Me dirigí al comedor y justo al entrar me sorprendí viendo a mis compañeros desayunando. Los dos se quedaron mirándome y no parecían muy seguros de reconocerme. Tuve que acercarme hasta la mismísima orilla de su mesa para que por fin se dieran cuenta de quién era.

- ¿Eres tú Vicente?

- Buenos días Emma, buenos días Eduardo.

- ¿Qué te ha sucedido padre?

- No empecéis a pensar mal, simplemente mis sotanas están sucias y la única ropa que me quedaba limpia es la que llevo puesta.

- Pues creo que te sienta de maravilla. Anda, siéntate a mi lado.

La invitación de Emma me resultó un tanto inesperada pero no la podía rechazar. Incluso sin estar maquillada me parecía una mujer muy atractiva. Quizás al desprenderme de mis hábitos me sentía de forma distinta aunque no olvidaba cual era mi sitio. Educadamente hice un gesto de agradecimiento y me dispuse a sentarme.

- Acepto encantado.

- El pequeño teatrillo está muy bien pero centrémonos en nuestros siguientes pasos. ¿No os parece?

- Tienes razón Eduardo y puesto que tú eres el que más experiencia tiene de los tres, quizás pudieras indicarnos como proseguir…

El se removió intranquilo en su silla ya que no esperaba esa reacción por parte de Emma y a decir verdad, yo tampoco; eso sí, sin duda alguna se trataba de una decisión acertada.

- De acuerdo. El hotel dispone de ordenadores con conexión a Internet. Averigüemos las direcciones de los bancos nacionales y los visitémoslos uno por uno.

            - ¿Todos?

- ¿Tienes una idea mejor Emma?

- ¿Y en qué orden?

- Esa sí es una buena pregunta Vicente. Dado el poco margen de tiempo que tenemos, situaremos los bancos en el mapa que nuestro misterioso amigo nos proporcionó y los visitaremos según cercanía. Tampoco pueden ser tantos.

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