Antigio - Capítulo XII (12)

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XII

No había mucho tráfico y tardamos unos veinticinco minutos en llegar a nuestro destino. Aunque la posible víctima se había ido de vacaciones, no significaba que no las pasase en su casa.

- Por cierto Emma; te mencionó ¿en qué banco trabaja?

- ¡Sí! En el Banco Independiente de Suiza.

- Esperemos que esté en su casa.

- Que dios te oiga Eduardo, que dios te oiga.

Aparcar por la zona no parecía tarea fácil. Los pequeños comercios se fundían con las residencias y la cultura del “coche” resultaba muy distinta a la que estábamos acostumbrados. La gente que caminaba sola, se distraía hablando por el móvil y miraban de reojo los escaparates mientras los que andaban acompañados, charlaban despreocupados sin fijarse mucho en su alrededor. Pasados unos minutos, los timbres de las bicicletas se convertían en un sonido habitual. Un anciano paseando a su perro, un camarero sirviendo una mesa, un hombre trajeado se encendía un cigarrillo en la orilla de la acera. El olor a pan que se escapaba de una pequeña tienda a nuestra izquierda, estimuló mi apetito. Finalmente, tras dar varios rodeos, aparcamos a una manzana del lugar al que queríamos ir.

- No nos demoremos mucho chicos. Y no os olvidéis de coger el mapa.

- Ya lo tenemos.

Enseguida llegamos frente a la casa de la supuesta siguiente víctima pero la sospecha poco a poco se convertía en duda y la duda en negación. Conforme nos acercábamos al portal, la sensación de la probabilidad a fracasar, se hacía cada vez más intensa. No queríamos descubrir que todos nuestros esfuerzos habían sido en vano.

Fue una gran sorpresa ver que no se trataba de un barrio muy lujoso; era más bien de tonos humildes con una distinguida fusión del pasado con el presente, sin mostrar ningún indicio de querer acercarse al futuro cercano. Las farolas metálicas, colocadas sobre soportes de flecha con espirales acaracoladas, otorgaban un toque de romanticismo al pequeño parque. Los edificios, considerablemente conservados aunque marcados por los años, desvelaban los secretos de la auténtica Ginebra. Lo cierto es que yo nunca esperaría que un banquero viviera aquí aunque por otro lado, no veía nada malo en ello.

- ¿Qué número dijiste que era, Emma?

- El número siete.

- ¡Vicente, Emma! Venid aquí, he encontrado el edificio.

- Es en el tercer piso.

- ¿Pero qué puerta?

- Debe de tratarse de todo el tercer piso. En el buzón sólo hay un botón. Probemos suerte.

Eduardo presionó el botón del timbre y esperamos una respuesta. Nadie contestaba así que probó una vez más.

- No me puedo creer que tengamos tan mala suerte.

- Tranquilízate Emma, volveré a intentarlo.

Eduardo tocó el timbre por tercera vez pero con más ímpetu. No sabía si debía sentir alivio o decepción. Si me estaba equivocando, el hombre que vivía en el tercer piso, regresaría a su casa tras unas agradables vacaciones y seguiría con su rutina sin que nada de esto le afectara; así que bien por él. Por otro lado, la víctima sería otra persona con lo cual las posibilidades de salvarla se reducían a un porcentaje muy, pero que muy pequeño.

- No me daré por vencido… Seguiré hasta que alguien conteste, aunque sea uno de los vecinos.

Eduardo colocó su dedo en el timbre, sin parecer tener la menor intención de soltarlo hasta que no obtuviera una respuesta. En la plaza había un pequeño bar y como era de esperar, nuestro comportamiento llamó la atención de uno de los camareros que sin vacilaciones se nos acercó. De manera desagradable y un poco amenazadora, me habló a mí pero no entendía nada de lo que me decía. Menos mal que Emma,  echó la mano a su bolsillo, le enseñó su placa e inmediatamente se tranquilizó.

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