Mi bien amado

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Por Jacqueline Goldberg

Hospital del Sur, 29 de Febrero de 2004

Mi bien amado:

Hace apenas unos días que abandoné el estado de coma que me apartó del mundo. Fueron tres meses flotando en un pétreo vacío, con la piel rastrillada por la soledad. Dicto esta carta a mi madre, amontonada junto a mi lecho. Ella, en la inexacta oscuridad de mi regreso, toma nota de mi lentitud, del cansancio que ahora soy y que sin embargo no me impide convocarte.

Apenas volví de la muerte te busqué. Entre la maraña de tubos que me arropaban te busqué. Temiendo retornar al abismo, grité tu nombre, anduve a rastras, arrinconada contra le dolor. Mucho me costo ponerme en pie y detener el llanto.

Ahora, mientras intento rehacerme, quisiera regalarte un paisaje a merced de las tempestades, una casa sola y gris; una pradera llovida en las afueras de la ciudad blanca.

Contigo en la memoria recorro mis brazos, la piel amarillenta que cubre mis pechos. Detengo mis dedos sobre el cuello, la boca, los ojos. Me hundo lentamente en los surcos de mis manos, que de pronto se han hecho muy viejas.

¿Sin ti, qué sentido tendría volver a la espesura de las tardes de verano, para qué insistir en el verdor y trepar el deseo?

Estuve tantos días lejos de mí, que no reconozco mi propia voz. No alcanzo a soportar la imagen de animal raído que me devuelven los espejos. Y en medio de esta inclemencia me urge la certeza de que aún existes. Por eso te escojo, te abrazo en la distancia. Por eso insisto en cerciorarme de que nuestro amor, al menos, sigue intacto. Es como si tu recuerdo detuviera la devastación terrena de la muerte.

Perdona si me excedo en palabras desgastadas. Por lo pronto sólo acato las órdenes de mi cuerpo y alma. Aunque esta cama, me digiere y me vomita, en ella me hago oriunda de la costumbre de amarte.

Hermoso ángel de ojos de cobalto, solo habré de revivir totalmente cuando pueda sumergirme en la tibieza de tu piel. Sólo el latido de tu sien, tan serena, tan mía, habrá de indicarme que por fin he huido de la penumbra. Sólo cuando vuelva a verte tendré la certeza de que hay una orilla donde llegar.

En estos días en que he sido un desierto, sólo tu recuerdo me salva. Estoy extraviada, ves, inundada de amor. Ya no sé si vivo, si respiro, si tengo sed: sólo sé que te amo. Eres mi carne y mi sangre. Por ti me haría extranjera y huérfana. Por ti haría de mi desvencijado cuerpo un aldabón sin fantasmas, sin pasillos movedizos.

Es mediodía. Mientras dicto esta frase sigo postrada y a la intemperie. Temo conciliar de nuevo un sueño eterno, pero solo por ti me reconcilio con la esperanza. Por eso, amado mío, no tardes en hacerte presente. Requiero con urgencia tu abrazo milagroso, tu mirada de ciudad encendida.

Por favor, no demores, no multipliques en vano mi desesperanza. Verte será mi última y definitiva sanación.

Ansiosa y sobre todo tuya, te espera.

Zoje.

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