Para Boris, el paciente que no salvé

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Por Manuel Bernal

Ser médico está lleno de un aura autoindulgente en la que muchos dicen que “Salvo vidas”, “Vivo mi vocación”, “no hay nada como sanar a los demás”; y el que más me gusta “es que yo toco vidas”. Como esas, miles de frases que no se parecen a mi. ¡Gran Vaina!. Para mí esto es un oficio como limpiar zapatos, o hacer cocinas.

En medicina si el tiempo vuela en pregrado; aprendes que es relativo en postgrado. Son años infernales de entorno pseudomilitar que te desensibilizan y te convierten en una maquinita de sacar trabajo y operar. Uno ni se acuerda para que estudió lo que estudió.

Sabes y viste que en neurocirugía es donde muere más gente. Niños, viejos, adolescentes, embarazadas, chamos recién graduados; los nombras y ellos se mueren. Es un ambiente que al ver la muerte te hace decir “nos vemos Fulano, tome sus flores y a la morgue. Un rosario y adiós luz que te apagaste” y mientras más pasa, se hace más fácil mirar para otro lado. Es que tanto trabajo es la única forma en que se puede seguir adelante.

Empezando mi segundo año te apareciste Boris. Morenito, con cara de niño campesino y un tumor del tamaño de una mandarina en el cerebelo. Estabas tembloroso y bradilálico, todos los síntomas del libro. Te pudimos operar rápido y saliste fino. Te sacamos el meduloblastoma completo. “!Sin déficit postoperatorio!” decía tu evolución. Estabas venciendo al tumor “más malo de los malos”, acompañándome en tus controles mientras yo iba avanzaba de rango.

En mi cuarto año comenzaste otra vez con el mareo y “que se te iba el ojo”. En la resonancia control otra pepa, otro tumor. Ya no era una mandarina sino un limón; más pequeño pero más ácido. Una vez más te dije “vamos a abrirte ese coco”. Ya no tenías diecisiete años, tenías veinte y estabas mas nervioso; pero eras un varón de verdad, y lo intentamos otra vez. Esperaste como un mes el cupo quirúrgico, pero esta cirugía no fue igual. Más dificultad, más sangre, pero saliste bien. Es cierto que al principio caminabas como los potros recién nacidos, pero sin tumor.

Te perdiste año y medio, ya me estaba graduando, te apareciste y no para felicitarme. Pensé que me ibas a traer de esas naranjas que vendías o las mandarinas que no le faltaban a tu mamá en las noches en el hospital. Ni me saludaste y me dijiste de golpe “me duele la cabeza”. Te vi otra cara, apretaste los dientes del dolor y te salió una lágrima. Llegaste con la resonancia y se veían metástasis frontales, y de paso en cerebelo una recidiva como un melón desplazando el tronco encefálico. No te viste la cara cuando te explicaba que el tronco encefálico es el que hace que el corazón lata y que el cuerpo respire. Con ojos inocentes pero temerosos me dijiste “yo no me quiero morir doctor, sálveme por favor”. Jamás en mi vida me habían temblado las piernas con una frase de un paciente. Y de repente ahí, mientras pensaba que hacía, se sucedieron sin anestesia: convulsión, broncoaspiración, paro cardiorrespiratorio y reanimación. No te salvé. No pude. Te moriste, como los demás.

Boris, te escribo para darte gracias por haberme regalado un poco de humanidad; tenía que contarte como eran las cosas y como ayudaste a que ahora trate de cuidar a los pacientes como si fueran mis amigos; porque aunque no los salve a todos, al final no es “Nos vemos fulano, tome sus flores y a la morgue”. Soy mejor que eso, ya no hay tanto trabajo y no es tan fácil mirar para otro lado.

Atentamente, tu doctor Manuel.

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