Donde quiera que estés

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Por Zaida Rivas

A Melania, Donde quiera que estés.

Es media noche y no logro conciliar el sueño. Cierro mis ojos y tu imagen viene a mi mente primero, como una luz intensa encandilándome, luego como destellos de recuerdos que pasan sin cesar de una relación de casi diez años viviendo juntas.

Tu ausencia me duele, como me duele no verte, no abrazarte, no besarte. Has dejado un vacío enorme dentro de mí, que cualquier cariño venidero no podrá reemplazar jamás.

Durante todos esos años de convivencia, siempre me cuestionaba esta relación tan extraña y tan estrecha contigo, me preguntaba por qué cambié mi forma de vivir tan abruptamente aquel 4 de enero de 1997, cuando decidí irme a tu lado, sin importar lo que mi mente indicara, haciéndole caso solo al corazón.

Tu amor me atrapaba, me ataba, y cuando me revelaba ante ese sentimiento, diciéndome que me iba a marchar y rehacer mi vida, la angustia de la culpa me abrumaba y nunca me dejo partir. Me convertí en el centro de tu vida y todo tu eje era yo. Traté de entenderte, de justificar tu actitud y se me fueron pasando los años dedicada a ti en cuerpo, mente y alma. Era un misterio, una incógnita que descifré con tu partida.

Muchos amigos me criticaron, no entendían que yo llevara mi vida así contigo, yo les decía que el amor justificaba las acciones, que era el timón que marcaba el rumbo de las personas, que el amor por alguien o por algo lo era todo.

¿Sabes? Cuando te enfermaste ese diciembre de 2004 y te diagnosticaron solo 6 meses de vida, mi mundo tembló, se resquebrajó. Quise protegerte, por eso jamás te dije que te estabas muriendo, que tu hora final se acercaba. Discúlpame por ocultarte la verdad, conocía muy bien tu temor a la muerte y era difícil lidiar contigo. Muchas veces corrí contigo a la emergencia de la clínica, en una oportunidad hasta los santos rezos recibiste. Quizás en ese momento entendiste lo que te sucedía, que ya el camino se acababa y aún así tu amor por mí era tan grande, tan fuerte, que seguías teniendo ganas de vivir. Tu espíritu bravío parecía ganarle la batalla al cáncer pero tu cuerpo débil y deteriorado sucumbió ante la adversidad aquel 11 de septiembre de 2005.

Con tu partida, la sensación de estar sola se apoderó de mí y de inmediato me imaginé como sería mi vida después de ti, sin tu presencia. Te confieso que en ese momento un alivio me invadió, pues todo tu sufrimiento terminó.

Debo decirte que el misterio, la incógnita, se disiparon, que la razón de vivir contigo todos esos años fue resumida en un instante, el instante de tu muerte, estar presente y hablarte te ayudaron a vencer tus temores, mis palabras te guiaron de la oscuridad a la luz, a llevarte a los brazos de Jesús para que te recibiera con todo su amor. Sin duda que la metamorfosis que tu cara experimentó de tensa a relajada y el gesto de felicidad impreso en ella, tal como lo recuerdo ahora, fue mi recompensa, fue mi dicha, la respuesta que no conseguí mientras tu vivías. Entendí mi propósito de vida iniciado aquel día cuando me fui a vivir contigo, cuando mi papá partió, aquel día cuando pensaste que te ibas a quedar sola.

Quiero decirte lo mucho que te extraño, que papá tenia razón cuando decía que lo único constante en la vida eran los cambios, que debíamos adaptarnos a ellos para seguir adelante.

Puedo recordarte bonito y a veces con lágrimas en los ojos, los años a tu lado valieron la pena y si pudiera regresar el tiempo enmendaría las palabras que te hirieron, los momentos que te hice sufrir, te hubiera hecho más feliz.

Ahora estoy recorriendo el camino que he trazado para mí, reconozco que tu amor fue más allá de mis esquemas y bien lo recibí, tu amor es mi bandera y que tu legado vivirá en mí hasta el día que yo muera, cuando mis cenizas se mezclen con las tuyas volviendo a ser parte de ti.

El tiempo y la vida me han enseñado que no hay y no habrá amor más grande en mi vida del que tú madre mía me entregaste a mí.

Cartas de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora