brillantes, rápidas y suaves, como cuando Caddy dice que vamos a dormirnos.
Llorón, dijo Luster. No le da vergüenza. Atravesamos el establo. Los pesebres estaban
abiertos. Ya no tiene un caballo pinto para montar, dijo Luster. El suelo estaba seco y polvoriento.
El tejado se estaba cayendo. Los orificios inclinados estaban todos llenos de remolinos amarillos.
Por qué quiere ir por ahí. Quiere que le partan la cabeza con una pelota de esas.
«No saques las manos de los bolsillos». dijo Caddy, «O se te congelarán. No querrás tener las
manos congeladas en Navidad, verdad».
Dimos la vuelta al establo. La vaca grande y la pequeña estaban en la puerta y oíamos a
Prince, Queenie y Fancy pateando dentro del establo. «Si no hiciera tanto frío montaríamos a
Francy». Dijo Caddy, «Pero hoy hace demasiado frío para cabalgar». Luego vimos el arroyo, donde
volaba el humo. «Allí están matando el cerdo». dijo Caddy. «Podemos ir a verlo». Bajamos por la
colina.
«Quieres llevar la carta». dijo Caddy. «Pues hazlo». Se sacó la carta del bolsillo y la metió en
el mío. «Es un regalo de Navidad». dijo Caddy. «El tío Maury va a dar una sorpresa a la señora
Patterson. Tenemos que dársela sin que nadie lo vea. Mete bien las manos en los bolsillos».
Llegamos al arroyo.
«Está helado». dijo Caddy. «Mira». Rompió la parte de arriba del agua y me puso un trozo
sobre la cara. «Hielo. Fíjate lo frío que está». Me ayudó a cruzar y subimos por la colina. «Ni
siquiera podemos decírselo a Padre y a Madre. Sabes qué creo que es. Creo que es una sorpresa para
Padre, para Madre y para el señor Patterson, porque el señor Patterson te mandó caramelos. Te
acuerdas de que el señor Patterson te mandó caramelos el verano pasado».
Había una cerca. La hierba estaba seca y el viento la hacía crujir.
«Lo que no entiendo es por qué el tío Maury no mandó a Versh». dijo Caddy. «Versh no diría
nada». La señora Patterson estaba mirando por la ven¬tana. «Espera aquí». dijo Caddy. «Ahora
espérame aquí. Enseguida vuelvo. Dame la carta». Sacó la carta (le mi bolsillo. «No te saques las
manos de los bolsillos». Saltó la cerca con la carta en la mano y atravesó las flores secas y
crujientes. La señora Patterson vino a la puerta y la abrió y se quedó allí.
El señor Patterson estaba cortando las flores verdes. Dejó de cortar y me miró. La señora
Patterson cruzó el jardín corriendo. Cuando vi sus ojos empecé a llorar. Imbécil, dijo la señora
Patterson, le he dicho que no vuelva a enviarte a ti solo. Dámela enseguida. El señor Patterson
vino deprisa, con la azada. La señora Patterson se inclinó sobre la cerca, con la mano extendida.
Ella intentaba saltar la cerca. Dámela, dijo dámela. El señor Patterson saltó la cerca. Cogió la
carta. La señora Patterson se enganchó el vestido en la cerca. Volví a ver sus ojos y corrí colina
abajo.
«Por allí sólo hay casas». dijo Luster. «Vamos a bajar al arroyo».
Estaban lavando en el arroyo. Una de ellas estaba cantando.
Yo olía la ropa ondulante y el humo que volaba atravesando el arroyo.
«Quédese aquí». dijo Luster. «Ahí no tiene nada que hacer. Además, esa gente le querrá
pegar». «Qué quiere ése».
«No sabe lo que quiere». dijo Luster. «Cree que quiere ir allí arriba donde están jugando con
la pelota. Siéntese aquí a jugar con su ramita de estramonio. Mire cómo juegan los niños en el
arroyo, si quiere entretenerse con algo. Por qué no podrá portarse como las personas». Me senté en
la orilla, donde estaban lavando y volaba el humo azul.
«Habéis visto veinticinco centavos por aquí». dijo Luster.
«Qué veinticinco centavos».
«Los que tenía aquí dentro esta mañana». dijo Luster. «Los he perdido en alguna parte. Se me
cayeron por este agujero del bolsillo. Si no los encuentro, esta noche me quedo sin ir a la función».
«De dónde has sacado veinticinco centavos, chico. De los bolsillos de los blancos cuando
estaban distraídos».
«Los saqué de donde los tenía que sacar». dijo Luster. «Y todavía hay más en donde estaban.
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