Veintiuno

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Antonie esperaba en el aeropuerto, acompañada de sus padres.

El día anterior Richie le había telefoneado para avisarle que el viaje había finalizado después de lo que habían parecido semanas (la excursión duraría sólo tres días completos) y que estarían de vuelta al día siguiente por la noche. Le pidió que fuera a verle pasada su llegada; él la estaría esperando en casa. Pero ella no quiso esperar y pensó en lo lindo que sería sorprender a su novio.

Se imaginó su reacción. Cómo correría hacia ella, la alzaría y le daría un apasionado beso a modo de saludo. Sonriéndole a nadie en concreto, esperó; el sentimiento de nerviosismo creciendo en su pecho, causándole cosquillas en el estómago. Repasó la escena en su cabeza una y otra vez y se sentía tan bien, estaba ansiosa.

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Cuando lo vio salir de entre la multitud, la sorpresa fue tan grande que el aire escapó de sus pulmones.

Richie parecía mil veces más delgado, pálido y cansado. Y triste. No levantaba la mirada al caminar; iba encorvado, como si la mochila que cargaba fuese demasiado pesada. Ése no era su Richie. E incluso cuando él levantó la cabeza y sus ojos la miraron, supo que algo no estaba bien; no corrió hacia ella, se quedó inmóvil sin poder creer lo que sus ojos veían.

Richie claramente le había dicho que no fuera al aeropuerto, creyendo que su tono desganado sería suficiente para que Antonie entendiera que quería estar solo ése día. La sonrisa que su chica le dedicó no fue tranquilizadora, fue forzada. Lo notó. Y eso lo hizo peor, pues no hubo fuerzas para parecer feliz; sus ojos se nublaron y creyó que se desmayaría ahí mismo, de no ser por el peso de la mano de su padre sobre su hombro. Esa mano que años antes había golpeado a Ty.

–¡Antonie, que gusto! –Fue todo lo que la señora Evans atinó a decir.

Richie llegó a su lado en un santiamén, tomándola de la mano para darle un ligero apretón. Susurró un "hola" pero no la miró. Antonie creyó que estaba molesto, pero no era verdad; estaba tan cansado que no podía sentir nada.

–Iré por las maletas, ¿vienes? –dijo el joven, al escuchar a los padres de Antonie preguntar por su hermano.

Ella alcanzó a escuchar la voz ahogada de la madre de Richie:

–Está muerto– decía–, lo mataron.

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A Richie.
No soy idiota, ¿vale? Sé lo que ellos quieren lograr. Bueno, ya lo hicieron. Mi psiquiatra me dijo en la sesión de hoy que tengo que pasar "un tiempo de calidad" en una institución psiquiátrica debido a que mi nuevo intento de matarme, oh sorpresa, falló.
Sé que tú tampoco eres idiota; sabes de sobra lo que me pasa. Pero lo callas, una manera inteligente de afrontarlo. Gracias por callarte todo lo que te cuento, y por no decir las veces que me encontraste medio muerto en el baño con la sangre saliéndose de mí. Gracias por guardarme esos secretos, ésos que nos hacen más unidos. Pero me harté.
Ya no puedo soportarlo, no así.
Van a encerrarme Richie, los he oído hablar de ello mientras fingía quedarme dormido en el auto. Van a encerrar a su hijo de catorce años. ¿De verdad me lo merezco? ¿Lo hacen solamente para protegerme, para ayudarme? No, lo hacen para joderme.
No hay nadie que me salve, no de esto. Ya no puedo.
Gracias por en cubrirme y por echarte la culpa aquella vez en la que estrellé el auto a propósito.
Lo siento.

Cuando terminó de leer, tenía el corazón en un puño. Esta carta era más reciente, pero no la última; había dos más, contando así dieciséis. Una carta al año. Un intento fallido.

Bueno, deberían de haber al menos tres intentos fallidos al año.

Richie miró a su novia, quien no se atrevía a mirarlo; no había nada qué decir, y de todas maneras no hallaba las palabras correctas para expresar el mar de sentimientos que inundaban su mente. De todos, el que parecía el más correcto era "lo siento", pero eso enfadaría a Richie. No es tu culpa, diría.

Radiactivo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora