28. Cohetes y resfriados

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28. Cohetes y resfriados

—Parece gripe —dijo Patricia mirándome concienzudamente desde arriba.

Estaba en mi cama de la habitación tumbada, bien tapada del cuello a los pies, con una chaqueta abrigada y calcetines de invierno. Me habían puesto una toalla húmeda en ma cabeza, y ahora no podía hablar porque tenía el termómetro en la boca.

El aparato pitó y Patricia me lo sacó de la boca. Lo miró y alzó las cejas, sorprendida. Insté en verlo, y me lo enseñó. Treinta y nueve grados.

—¿Qué has hecho para ponerte así?

Mis ojos se abrieron como platos. ¿Qué le decía? ¿Que estaba robando un cuadro y el sistema de ventilación me dio demasiado fuerte al estar en la parte más alta de la sala?

—Yo... eh... Creo que es el cambio de temperatura. Además, tengo las defensas bajas, suelo ponerme enferma fácilmente.

—Ya veo...—dijo examinando cada parte de mi rostro. Yo me tumbé de lado, pero al segundo me arrepentí por el tremendo dolor de cabeza me torturó unos segundos.—Parece que incluso se te ha hinchado la cara.

—¿¡En serio!?—Patricia asintió—. Y dime, ¿parezco un gusiluz?

Ella rió y yo sonreí. La idea de imaginarme como uno, ahí tumbada, me hizo gracia. Pero prefería no reír por si me dolía la garganta.

—Te prepararé una pastilla.—dijo a punto de salir de la habitación.

—¡Pero no de las que se tragan solas! Ponme de las que se disuelven, no sé tragarme una pastilla.

Patricia rió y salió de allí. Yo me quedé pensativa. La verdad era que me sentía como si me hubiesen quitado toda la energía del cuerpo, como si se me fuese el color. Me dolía la garganta y tenía náuseas momentáneas. A veces tenía hambre, y otras me daban pinchazos y dolores impresionantes en el estómago.

Estar mala era un asco.

—Toc, toc —dijo alguien llamando a la puerta. Yo le dejé entrar. La puerta se abrió y entraron Elizabeth, Christine, Annabelle, Thalia, Mario, Cam, Kian y Sam. Los demás debían estar en la cafetería—¿Cómo estás? —preguntó Elizabeth.

—Como si tuviese gripe.

Cameron me dedicó una sonrisa triste. Se sentaron en la cama de Nina y en la mía. Me miraron expectantes y yo les devolví la mirada con las cejas alzadas.

—Yo sé una buena idea para que te recuperes —comentó Annabelle y todos la miramos interesados en saber su propuesta—. Puedo invocar algún espíritu para ofrecer la mitad de tu alma, no volverás a enfermar.

Yo la miré con la nariz arrugada, ¿qué clase de propuesta era esa? Annabelle estaba zumbada, definitivamente. Aún no nos quería contar qué hizo con el pobre guardia. Siempre llevaba su pelo negro liso, la cara demasiado blanca y los labios negros. Parecía que en cualquier momento se transformaría en un murciélago.

—Emm, no, gracias.—dije frunciendo el ceño, Annabelle se encogió de hombros—. Esto, ¿alguna novedad?

Pregunté intentando cambiar de tema.

—Me han dado un papel con los exámenes y las tareas pendientes.

Mario me entregó un papel y lo leí. Vaya, ¿ya habíamos llegado hasta ahí en guitarra? Las ecuaciones de matemáticas ya me hacían pensar que en verdad estudiábamos chino, y en ciencias ya era la pera. Eso parecía un expediente del hospital.

La que me esperaba... Además de que me quedaría pasándolo mal y aburriéndome todo el día en la cama, tenía que hacer deberes y estudiar.

Patricia entró con un vaso de agua y en él habían como unos polvos blancos esparciéndose en el líquido. Yo lo miré con asco.

Internado de chicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora