Prólogo

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Cambios.

A veces buenos, y a veces no tan buenos. La mayoría de los cambios que han ocurrido en mi vida han sido dramáticos.

Mi primer gran cambio fue a mis tres años de edad. Mi madre, la Teniente Amaya Maslany de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, pasaba más tiempo fuera de casa que en ella. Durante mis primeros tres años, fui cuidada y criada por mi abuela Tatiana. Lamentablemente, Abu Tati, como me gusta recordarla, murió de un infarto masivo mientras estaba a su cuidado. Encontraron su cuerpo y mi hambriento y llorón ser dos días después. Lo bueno de este cambio es que no recuerdo absolutamente nada. No cuando servicios infantiles me llevo a su cuidado. No cuando mi madre apareció un día después para encargarse tanto de mi, como de los tramites funerarios de Abu Tati. Y no recuerdo cuando volvió a irse por tres meses más, dejándome al cuidado de mi tía abuela Maggie.

No la juzguen. No mucho al menos. Su única forma de mantenerme luego de la desaparición del donante de esperma fue unirse a las fuerzas. ¿Su ventaja? Ama su trabajo. Y a veces creo que lo ama más de lo que me ama a mí.

El segundo gran cambio fue poco después de mis seis años. Mi madre volvió por seis meses. Solo que no volvió sola. Según lo que recuerdo, conoció a Joe Peterson en una de sus misiones. Se enamoró perdidamente, y se casó. Así que ya no era Amaya Maslany. Se convirtió en Amaya Peterson.

Vivimos como una familia feliz durante esos seis meses. Joe era profesor de ciencia. Me ayudaba con la tarea y hacía feliz a mi mamá. Y eso me hacía feliz a mí. No estaba acostumbrada a ver a mi madre tan feliz, y creo que esa fue la razón por la que no me opuse a su relación.

El tercer gran cambio ocurrió cuando mi mamá se fue a su siguiente misión. Con siete años, ingenuamente pensé que volvería a vivir con la tía Maggie. Pero esos no eran los planes de mi mamá. Ahora viviría con Joe, y le debía decir "papá". Creo que fue la primera vez que protesté e hice un berrinche en mi vida. Quería volver con tía Maggie. Ella era una mujer mayor, pero era dulce como la miel. Y hacía las mejores galletas del barrio. No quería quedarme con Joe. No es que no me gustara. Sólo no me sentía del todo cómoda. Pero como niña al fin, perdí la discusión, y me quedé al cuidado de Joe.

Durante los siguientes dos años, mi madre iba y venia de misiones. Me acostumbré a tener a Joe en casa. Él trataba de ser un buen padre. Iba a las reuniones escolares, hacía la comida, compraba los víveres y me ayudaba con la tarea. Nunca le llamé papá, y creo que eso lo enfurecía. Le molestaba que me encerrara en mi habitación. Y cuando comencé a independizarme, comenzó a cambiar nuestra dinámica.

Ya no necesitaba que me hiciera la comida, así que se enojaba. Cuando hacia la tarea sola, o lavaba mi ropa sin su ayuda, me llamaba ingrata. Mientras más independiente era, más furioso se ponía.

Y entonces llego el peor cambio.

Una noche, Joe me llamó desde su habitación. Nunca entraba si mi mamá no estaba en casa, y hasta el momento no había sido necesario, así que me paré en su puerta esperando.

—Niña, ven aquí. Necesito tu ayuda— dijo, haciendo un gesto con la mano.

Recuerdo que se veía pálido y sudoroso. Entré porque a los nueve años sabes que si alguien necesita ayuda, y tiene ese aspecto, lo normal es que "ayudes".

—Necesito que me apliques una crema antibiótica. El lugar donde la tengo que aplicar no la veo bien, así que tendrás que hacerlo tú.

Había algo raro en su mirada.

Ese fue mi error. Decir que sí cuando mi instinto me decía que estaba mal, muy mal.

Joe, el maldito, uso mi inocencia, he hizo que le aplicara su "crema antibiótica" en su "pene" como el correctamente me explicó. Tenía que frotarla de "cierta manera" hasta que sacara el pus que le estaba infectando. Esa primera noche, me dijo que le daba vergüenza su supuesta infección y que confiaba en que le guardaría el secreto. Durante los siguientes dos meses, al menos dos veces en semana, me obligaba a poner su crema antibiótica.

Mi conciencia me decía que algo andaba mal. Comencé a tener pesadillas y a temer esos momentos. Lloraba todas las noches. No sabia que hacer o a quién acudir. Así que investigué exactamente que era lo que le hacía a Joe dos veces a la semana.

Estaba horrorizada.

Sabía que le diría a mi mamá en cuanto llegara, ya que no tenia forma de comunicarme con ella mientras estaba de misión, pero para eso faltaban meses, y ya yo no podía más. Odiaba tocarlo, odiaba su respiración, los sonidos que hacía, o simplemente mirarlo. Odiaba su pene.

Esa noche, Joe me llamó a su habitación, y me negué rotundamente a ir. Le dije que no quería hacerlo nunca más. Esa noche me pegó. Esa noche, me obligó. Esa noche fue mi ultima noche con Joe.

A la mañana siguiente me salté el primer periodo, fui directo a mi maestra de historia, la profesora Miller. Era una mujer baja y rechoncha, que emitía un aura de confianza y bondad. Llamé a su puerta y, aunque estaba en plena clase, fue hacía mí en cuanto vio mi angustia.

—Clase, comiencen a leer el capítulo doce del libro de historia, por favor. —Su voz paso de normal a pánico en un segundo—. Cariño, ¿qué te pasa? Háblame.

Recuerdo comenzar a llorar como nunca antes.

—Profesora Miller, por favor, sáqueme de mi casa —dije.

Su rostro pasó de preocupado a alarmante.

—¿Por qué?

Me quite la chaqueta que ocultaba el gran moretón que cubría mi brazo, justo donde Joe me golpeó.

—¿Tu padrastro te golpeó? ¿Sabes por qué lo hizo? — Su voz aun tenía un tono de preocupación, pero no tan marcado. Eso cambió en cuanto hablé.

—Me pegó porque ya no quiero masturbarle.

Todo lo que pasó luego de esa declaración fue un borrón. La profesora Miller me acompañó a la oficina del director, donde expliqué todos los detalles de lo que le hacia a Joe cada noche a la profesora Miller, el director Watson y la orientadora Mead.

Llamaron a servicios infantiles y fui llevada a casa de mi tía Maggie sin tener que ver a Joe. Mi mamá fue notificada y aunque no hablé con ella, supe que me creía. A los nueve años, era ilógico que supiera exactamente cómo eyaculaba un hombre. 

En la siguiente semana, mi mamá llegó, y fue enfrentada a una investigación dirigida por el departamento de protección infantil. Esa misma semana, Joe se suicidó.

Mi mamá no quiso volver a dejarme. Durante los siguientes ocho años, he viajado el mundo con Amaya Maslany. Sí, volvió a su apellido de soltera. Allá donde ella iba, yo iba con ella. Se culpaba por lo que me pasó, y en cierta manera, fue su culpa. Dejó a su hija al cuidado de un hombre que apenas conocía, y resulto ser un enfermo sexual. No se volvió a casar. Ni siquiera volvió a traer un hombre a casa. Contrató una niñera en la base donde estaba establecida, quien resultó ser también mi tutora.

Desde entonces ha sido cambio tras cambio.

Cada vez que nos mudamos, es una nueva escuela, una nueva vida. Una nueva rutina.

¿Qué cambió en mí?

Los hombres de todas las edades me daban asco. Todos tenían penes, o pollas como descubrí más tarde.

Pasé de amar todo lo que representa la feminidad a odiarlo. Dejé de ponerme vestidos. Dejé de peinarme. Ya no me interesaba el maquillaje de mi madre. Empecé a usar ropa holgada y casi masculina.

Cuando llegó la adolescencia y con ella, las hormonas, comencé a cuestionarme mi sexualidad. A mi alrededor, chicas morían por una mirada de los chicos. No lo entendía. Ellos tienen pollas, asco. Empecé a preguntarme si me gustaban las chicas, y hasta vi porno lésbico. Y resulto ser que no. No soy lesbiana. Pero odio las pollas. Así que estoy jodida.

¿Por qué les cuento esto?

Hoy comienzo mi primer día de mi último año escolar. Estoy acostada en mi nueva cama, en mi nueva casa, en un nuevo pueblo. Soy una tomboy y sé que voy a ser el hazmerreir de la escuela. Siempre lo soy. Pero este año, mi último año, no me quedaré callada.

Mi nombre es Amanda Maslany, tengo dieciocho años, no soy lesbiana y soy falofóbica. O en términos más vulgares, odio las pollas.

Hasta Milan York.

Amanda MiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora