9. INCERTIDUMBRE

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AQUELLO QUE NO DEBO HACER
BORRADOR CAPITULO 9
INCERTIDUMBRE

¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Qué se supone que un enamorado romántico de mierda hace en una situación parecida? ¿Por qué a mí? ¿Por qué justamente cuando entendía el suplicio de vida que resultaría si yo no estaba a su lado, que todo sería insufriblemente desabrido?... ¿Qué estaría dispuesto a ceder?: ¿mi orgullo?, ¿mi dignidad?, ¿la libertad de pensamiento para decidir qué era lo que definitivamente estaba mal en mis propios términos?

Lo básico de la condición humana, lo básico de mí, lo que define mi psiquis y me individualiza, lo que determina quién soy; si renuncio a ello por él: ¿qué me garantiza que él no me abandonará entendiendo que se trata de una persona diferente?

Porque yo no podría ser el amante rompe hogares, el metido allí destruyendo familias, dejando secuelas de odio entre parejas, niños inseguros y desolados. Yo que lo había vivido, mi hermana que por más gentil y alegre a veces se levantaba llorando en la noche y se pasaba a mi alcoba a dormir en mi cama mientras yo la abrazaba.

No solamente era la ira de saberme utilizado, de creerme el importante, el maldito protagonista cuando en realidad era un extra agregado a último minuto. Ni el corazón clamándome a gritos que calmara ese dolor en yuxtaposición a mi viperina y burlesca mente que se regodeaba del iluso de mí. No se trataba de la humillación de estar a punto de tener sexo con él a un lado del muro cuando del otro estaban su mujer y su hija. Menos aún tenía que ver con el hecho de que por fin a ese estamento de mi existencia volvía a abrir mis sentimientos para entregárselos a él, a él que ya los estaba destruyendo incluso antes que le diera el permiso de hacer de mí lo que quisiera...

-¡La sumatoria! ¡La maldita sumatoria! -grité a todo pulmón en el desierto parqueadero siguiendo mi penosa caminata a la salida. Me sentía ahogado en mi propio peso. Un gran porcentaje de mi cuerpo se negaba a funcionar (literalmente estaba arrastrando los pasos), me sentía pesado y sabía que si tomaba la decisión de volver a él aceptando que era una mierda y que nada más que mierda podía ser, entonces las piernas me funcionarían perfectamente y correría de regreso. El vigilante de la puerta me observó con verdadera preocupación e intentó auxiliarme pero le detuve con un movimiento de la mano pidiendo que me indicara el acopio más cercano de taxis, aún no estaba llorando pero faltaba poco para empezar, todo mi cuerpo temblaba y cuando me encontré cercano al vehículo de transporte fui incapaz de abrir la puerta porque algo fundamental faltaba: ¿A dónde iría? No podía regresar a casa vestido así y con el rostro de alguien que se está quebrando por dentro, ¿qué diría, qué estúpida escusa pondría, y con qué mente la idearía?

Revisé la billetera: tenía cuarenta mil pesos, con quince o máximo veinte llegaría a cualquier parte que quisiera, con el resto no alcanzaba para buscar una tienda y procurarme algo de ropa para cambiarme e ir a casa y a las diez de la noche no había ningún almacén de ese tipo abierto; me quedé viendo la tarjeta de entrada de la habitación de hotel que tenía en uno de los bolsillos, no quería volver a ese lugar, lo haría para regresar por mis cosas tal vez al día siguiente pero no ahora con ese ánimo y al alcance fácil del otro, guardé la tarjeta; voté aire, tampoco creía que me alcanzaría para una habitación en un lugar medio respetable; sólo me quedaba una opción, tomé el celular y busqué el número de su contacto:

-Andrés -le dije ya con la marca de estar llorando en la voz, luego de haber insistido durante bastante tiempo hasta que por fin cogió mi llamada-. Andrés -repetí.

-¡Qué te pasa Jonathan! ¡Dónde estás! ¡Te encuentras bien! Por Dios: ¿Por qué estas llorando? -prorrumpió asustado, como si se hubiese acabado de despertar y luego al escucharme se imaginara que un gran desastre había acaecido.

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