Capítulo 5

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-Qué feliz soy, madre! -susurró la muchacha, escondiendoel rostro en el regazo de la marchita mujer,de aspecto cansado, que, vuelta de espaldas ala luz demasiado estridente de la ventana, estabasentada en el único sillón que contenía su sórdidasala de estar-. Soy muy feliz -repitió-, ¡y tú tambiéndebes serlo!   

La señora Vane hizo una mueca de dolor y pusolas delgadas manos, con la blancura de los afeites,sobre la cabeza de su hija.  

-¡Feliz! -repitió como un eco-. Sólo soy feliz cuandote veo actuar. Sólo debes pensar en tu carrera.El señor Isaacs ha sido muy bueno con nosotras, yle debemos dinero. 

La muchacha alzó la cabeza e hizo un puchero.  

-¿Dinero, madre? -exclamó-, ¿qué importanciatiene el dinero? El amor es más que el dinero. 

-El señor Isaacs nos ha adelantado cincuenta libraspara pagar nuestras deudas, y para vestir aJames como es debido. No debes olvidarlo, Sibyl.Cincuenta libras es mucho. El señor Isaacs ha tenidomuchas consideraciones con nosotras. 

-No es un caballero, madre, y me desagrada muchola manera que tiene de hablarme -dijo la muchacha,poniéndose en pie y acercándose a la ventana.  

-No sé cómo podríamos arreglárnoslas sin él -respondió la mujer de más edad con tono quejumbroso. 

Sibyl movió la cabeza y se echó a reír.  

-Ya no nos hace falta, madre. El príncipe azul gobiernaahora nuestras vidas -luego hizo una pausa.Una rosa se agitó en su sangre, encendiéndole lasmejillas. La respiración, acelerada, abrió los pétalosde sus labios, que temblaron. Un viento meridionalde pasión sopló sobre ella, moviendo los delicadospliegues del vestido-. Le quiero -añadió con sencillez.  

-¡Estúpida niña!, ¡estúpida niña! -fue la frase cotorrilque recibió como respuesta. El movimiento deunos dedos deformados, cubiertos de falsas joyas,dio un carácter grotesco a aquellas palabras.  

La muchacha volvió a reírse. Su voz reflejaba laalegría de un pájaro enjaulado. Sus ojos retomaronla melodía y le hicieron eco con su brillo: luego secerraron por un momento, como para ocultar susecreto. Cuando se volvieron a abrir, los velaba laniebla de un sueño.}

La sabiduría de unos labios demasiado finos lehabló desde el sillón desgastado, aconsejando pru-dencia, con citas de ese libro sobre la cobardía cuyoautor se disfraza con el nombre de sentido común.No la escuchó. Era libre en la cárcel de su pasión.Su príncipe, el príncipe azul, estaba con ella. Habíallamado a la memoria para reconstruirlo. Envió a sualma a buscarlo, y su alma volvió con él. Su beso lequemaba de nuevo la boca. Su aliento le entibiabalos párpados.   

La sabiduría cambió entonces de método y hablóde espiar y descubrir. Aquel joven podía ser rico. Encaso afirmativo, había que pensar en el matrimonio.Contra la concha del oído de Sibyl se estrellaban lasolas de la prudencia mundana. Las flechas de laastucia pasaban sin tocarla. Vio que los finos labiosse movían, y sonrió. 

De repente sintió la necesidad de hablar. El silenciolleno de palabras la desazonaba.  

-Madre, madre -exclamó-, ¿por qué me quieretanto? Sé que yo le quiero. Le quiero porque es laimagen de lo que el mismo Amor debe ser. Pero,¿qué ve él en mí? No soy digna de él. Y sin embargo,aunque me veo tan por debajo de él, no sientohumildad: siento orgullo, un orgullo terrible, pero nosé explicar por qué. Madre, ¿querías a mi padrecomo yo quiero al príncipe azul? -la mujer de másedad palideció bajo los polvos demasiado visiblesque le embadurnaban las mejillas, y sus labios secosse estremecieron en un espasmo de dolor. Sibylcorrió hacia ella, se abrazó a su cuello y la besó-.Perdóname, madre. Ya sé que hablar de mi padre tehace sufrir. Pero sufres porque lo querías muchísimo.No te entristezcas. Soy tan feliz hoy como loeras tú hace veinte años. ¡Ah, déjame que sea felizpara siempre!   

El retrato de Dorian Gray  - Oscar WildeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora