Aquella noche, por alguna razón, el teatro estaba
abarrotado, y el gordo empresario judío que los
recibió en la puerta, sonriendo trémulamente de
oreja a oreja con expresión untuosa, procedió a
escoltarlos hasta el palco con pomposa humildad,
agitando sus gruesas manos enjoyadas y hablando
a voz en grito. Dorian Gray sintió que le desagrada-
ba más que nunca. Le pareció que viniendo en bus-
ca de Miranda se había encontrado con Calibán. A
lord Henry, por el contrario, más bien le gustó. Al
menos eso fue lo que dijo, e insistió en estrecharle
la mano, asegurándole que estaba orgulloso de
conocer al hombre que había descubierto a una joya
de la interpretación y que se había arruinado a cau-
sa de un poeta. Hallward se divirtió con los rostros
del patio de butacas. El calor era insoportable, y la
enorme lámpara ardía como una dalia monstruosa
con pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes del pa-
raíso se habían quitado chaquetas y chalecos,
colgándolos de las barandillas. Hablaban entre sí de
un lado a otro del teatro y compartían sus naranjas
con las llamativas chicas que los acompañaban.
Algunas mujeres reían en el patio de butacas, con
voces chillonas y discordantes. Desde el bar llegaba
el ruido del descorchar de las botellas.
-¡Qué lugar para encontrar a una diosa! -dijo lord
Henry.
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El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde
Klasikler- ¿Que es el arte?- preguntó ella. -Una enfermedad. -¿Y el amor? -Una ilusión. -¿La religión? -Lo que sustituye elegantemente a la fe. -Eres un escéptico. -¡Nunca! El escepticismo es el comienzo de la fe. -¿Qué eres entonces? -Definir es limitar. ...