Durante años, Dorian Gray no pudo librarse de la
influencia de aquel libro. O quizá sea más exacto
decir que nunca trató de hacerlo. Encargó que le
trajeran de París al menos nueve ejemplares de la
primera edición en papel de gran tamaño, con
márgenes muy amplios, y los hizo encuadernar en
colores diferentes, de manera que se acomodaran a
sus distintos estados de ánimo y a los cambiantes
caprichos de una sensibilidad sobre la que, a veces,
parecía haber perdido casi por completo el control.
El protagonista, el asombroso joven parisino cuyos
temperamentos romántico y científico estaban tan
extrañamente combinados, se convirtió en prefigu-
ración de sí mismo. Y, de hecho, el libro entero le
parecía contener la historia de su vida, escrita antes
de que él la hubiera vivido.
Había, sin embargo, un punto en el que era más
afortunado que el fantástico protagonista de la nove-
la. Nunca padeció el terror, un tanto grotesco -
nunca, de hecho, tuvo razón alguna para ello-, que
inspiraban los espejos, las brillantes superficies de
los metales y el agua inmóvil al joven parisino desde
una temprana edad, terror ocasionado por la repen-
tina desaparición de una belleza que en otro tiempo,
al parecer, había sido extraordinariamente llamativa.
Dorian Gray solía leer, con un júbilo casi cruel -y
quizá en casi todas las alegrías, como sin duda en
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El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde
Classics- ¿Que es el arte?- preguntó ella. -Una enfermedad. -¿Y el amor? -Una ilusión. -¿La religión? -Lo que sustituye elegantemente a la fe. -Eres un escéptico. -¡Nunca! El escepticismo es el comienzo de la fe. -¿Qué eres entonces? -Definir es limitar. ...