Una semana después, Dorian Gray, en el inver-
nadero de Selby Royal, hablaba con la duquesa de
Monmouth, una mujer muy hermosa que, junto con
su marido, sexagenario de aspecto fatigado, figura-
ba entre sus invitados. Era la hora del té y, sobre la
mesa, la suave luz de la gran lámpara cubierta de
encaje iluminaba la delicada porcelana y la plata
repujada del servicio. La duquesa hacía los hono-
res: sus manos blancas se movían armoniosamente
entre las tazas, y sus encendidos labios sensuales
sonreían escuchando las palabras que Dorian le
susurraba al oído. Lord Henry, recostado en un
sillón de mimbre cubierto con un paño de seda, los
contemplaba. Sentada en un diván color melocotón,
lady Narborough fingía escuchar la descripción que
le hacía el duque del último escarabajo brasileño
que acababa de añadir a su colección. Tres jóvenes
elegantemente vestidos de esmoquin ofrecían pas-
tas para el té a algunas de las señoras. Los invita-
dos formaban un grupo de doce personas, y se es-
peraba que llegaran algunos más al día siguiente.
-¿De qué estáis hablando? -preguntó lord Henry,
acercándose a la mesa y dejando la taza-. Confío
en que Dorian te haya hablado de mi plan para re-
bautizarlo todo, Gladys. Es una idea deliciosa.
-Pero yo no quiero cambiar de nombre, Harry -
replicó la duquesa, obsequiándole con una maravi-
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El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde
Clásicos- ¿Que es el arte?- preguntó ella. -Una enfermedad. -¿Y el amor? -Una ilusión. -¿La religión? -Lo que sustituye elegantemente a la fe. -Eres un escéptico. -¡Nunca! El escepticismo es el comienzo de la fe. -¿Qué eres entonces? -Definir es limitar. ...