Capítulo 41

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Nada más llegar a mi casa, mi madre me preguntó que me había dicho la doctora.  No pude mirarla fijamente a su cara, sentía como mi corazón se me empequeñece dejando que mis ojos se llenaron de lágrimas. Pero no, no pude, no pude decirle a mi madre lo que ocurría. Aunque quisiera, no podía, solo podía luchar contra mi ahogo que se llenaba lentamente de dolor y lágrimas. Me giré muy despacio, miré a mi madre a sus ojos marrones, pero no pude. Le sonreí sentándome a su lado. 

―Pues...que nada hemos estado hablando sobre tus pruebas, que tienes un quiste y te tienes que operar.―Mi madre no dijo nada. Tan solo me miró fijamente pidiéndome la  verdad.

Dios mio, la verdad dice. En ese momento me sentí una cobarde, me despreciaba a mi misma por no ser fuerte y contarle a mi madre lo que realmente le sucedía. Pero que me explique a mí alguien cómo puedes mirar a tu madre a la cara y responderle con sangre fría que se va morir.

Sinceramente no pude, no tuve ni fuerzas ni coraje para confesarle la verdad a mi madre.  En ocasiones resulta más fácil contárselo a un familiar o un vecino que decírselo al propio enfermo.  Sabía perfectamente que mi madre no era tonta, puesto que ella ya había vivido de cerca la enfermedad con su padre. Mi abuelo también murió de cáncer y no es igual cuando eres ingenuo a lo que ocurre, que cuando ya lo has vivido. Saber que todo lo que le estaba sucediendo a ese familiar te está ocurriendo a ti. No había que ser muy inteligentes para adivinar que mi madre no supiera lo que realmente le estaba sucediendo cuando en varias ocasiones ella misma me dijo que se estaba muriendo. No lo podía soportar cada vez que me decía que se moría. Simplemente no podía, acaba derrumbándome acabando llorando a solas en mi pequeña habitación donde ella no pudiese escucharme, donde mis sollozos eran tapados por una almohada para que ella no me escuchase, para no preocuparla y por lo menos los días que le quedan de vida que estuviera feliz.

Mis días eran grises, eran oscuros. Todo estaba pasando ante tan rápido que no podía ni reaccionar, fue verla bien, comer normal. Al verla vomitando, con su aspecto deteriorándose cada día, y su cuerpo se volvía más flacucho. Y sin embargo ella estaba más preocupada por mí que por ella misma. 

―Samia, ven hija―Me dijo ella con su voz débil, hasta su voz se estaba apagando.―Dime mamá.

―Samia hija, no quiero que llores, quiero que seas fuerte, porque ahora sobran las lágrimas, ya tendrás tiempo de llorar cuando yo ya me haya ido. Tú camino estará lleno de tristeza y alegría y yo no estaré contigo. Te quiero mi niña.

Abracé a mi madre con todas mis fuerzas con el corazón en un puño, lo sabía, sabía que se iba. Solo podía llorar pegada a su débil cuerpo dándole besos intentando sonreír, cuando esa felicidad solo fuese fingida.

Llegó el día de la madre, como sabía que a mi madre le gustaban las flores, decidí ir a la floristería a comprarle un hermoso ramo de flores.

Nada más comprarlo sentí como sus espinas se iban clavando dentro de mi ser, sabía que esas flores serían las últimas que viera, esa era mi última oportunidad de regalarle algo tan insignificante como unas flores a mi  madre.  A esa mujer que no solo fue mi madre, si no mi amiga, mi confidente y que siempre supo estar a mi lado en los  mejores y peores momentos de mi vida.

Al llegar a casa, todo estaba en silencio, los vecinos, la familia iban a visitar a mi madre. Por lo cual la casa nunca estaba vacía. Sentada en un sillón se encontraba mi abuela con su semblante serio y ojos vidriosos. Fijé mi vista en mi madre, estaba dormida.

―Que tal está―Le pregunté a mi abuela que no soltaba su rosario de sus manos. Casi sin mirarme me contestó que igual.

―Samia, hija.―Pronunció mi madre muy despacio, casi ni se lo oía.

SE CIEGA POR AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora