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Es mi primer día de clase en esta asignatura. Aún no conozco a la profesora pero su reputación la precede, y los juicios que he escuchado sobre ella no me dejan precisamente tranquila. La clase entera teme su llegada y no comprendo por qué, aunque no sé si lo prefiero así. Ha sido escuchar su nombre y formarse una nube de protestas y lamentos que forzosamente me han contagiado, y no puedo evitar sentir miedo de una persona a la que ni siquiera he visto aún. Sólo yo noto que tiemblo cuando el sonido de unos zapatos de tacón llega a mis oídos en la lejanía y mis compañeros, reconociendo dicha señal, corren a ocupar sus respectivos asientos, sustituyendo las voces por susurros, hasta que todo lo que oigo a mi alrededor es el sonido de pupitres y sillas siendo arrastradas. Y los tacones, acercándose.

Cuando empiezo a pensar que nunca llegará a la puerta, una figura de baja estatura aparece por el pasillo y atraviesa el umbral, maletín en mano, abriéndose paso entre nuestros asientos para llegar al frente de la clase. La resonancia de sus pasos golpea las paredes de la silenciosa aula y casi puedo respirar la tensión. Contengo el aliento sin querer cuando pasa por mi lado y, contrariamente a lo que creí que haría, la miro. Son apenas dos segundos pero me parece que mi cerebro congela su imagen para poder analizarla después.

Lo que más me llama la atención es su vestido amarillo estampado. Odio el amarillo. La mitad de sus piernas asoman desnudas bajo el vestido y dejan apreciar el ligero bronceado de su piel. No tiene un cuerpo de infarto, no está gorda ni muy delgada, pero hay algo que la dota de una perfecta armonía.

Agradezco que nuestras miradas no se hayan cruzado porque eso me ha permitido observarla directamente. Aunque tampoco me hubiera gustado cruzarme con unos ojos como los suyos. Tan graves, tan crueles. Tan oscuros que apenas puedo discernir la pupila del iris. Pero brillantes. Como si una lámina de cristal los dividiera por dentro y parecieran vacíos pero, tras el vidrio, escondieran más cosas de las que yo pudiera siquiera entender. Una mirada sabia, pero contenida, carente de expresión, a juego con el color de su cabello, el cual le baja un poco de los hombros. El ceño muy levemente fruncido, los labios rectos y una expresión dura que mantiene durante toda la clase, sin sonreír ni una sola vez, ni tampoco en la clase siguiente, ni en la siguiente. Me pregunto cómo una persona puede imponer tanto sólo con su mera presencia.

El arte en una miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora