Lo primero que hace nada más salir a la calle es resoplar de frío mientras se calienta las manos frotándolas entre sí y, después, sacar un cigarro. Deja de caminar mientras lo enciende y me lanza una mirada interrogante. Rechazo su oferta con una negación de cabeza y retomamos nuestro camino hacia ninguna parte. El humo que deja salir de entre sus labios se mezcla con el vaho de la noche y se pierde en la oscuridad por encima de nuestras cabezas.
– ¿Por qué me miras así? –me pregunta, impasible.
Me siento empequeñecer de golpe al darme cuenta de que estaba esperando a que ella hablara, esperando tal vez algo parecido a una explicación por su parte, y bajo la mirada al suelo clavándola en los cordones de mis zapatillas, porque de pronto lo veo como una insensatez, casi insultante al tratarse de Blanca.
– ¿Estás bien? –me limito a preguntar.
La miro a tiempo para ser testigo de su firme pero breve asentimiento de cabeza que se mezcla con un encogimiento de hombros y resulta en un gesto ambiguo que no me deja nada claro. Comprendo que no tengo que insistir cuando entorna los ojos para protegerlos del viento que va en nuestra contra y aspira una calada para después mirar al suelo.
Después de unos pasos en silencio se vuelve hacia mí.
– Te invito a tomar algo.
Antes de que pueda contestar, Blanca me agarra del brazo y me guía mientras doblamos en la próxima esquina. Reconozco las calles, por eso sé que vamos a su cafetería.
En cuanto entramos, el calor nos acoge plácidamente y la sigo hasta la mesa de siempre mientras me deshago de mi abrigo. Ella se lo deja puesto unos minutos más y únicamente se lo quita cuando el camarero deposita dos copas frente a cada una de nosotras. Me pregunto si su determinación rayana en la urgencia por llevarme a ese lugar esconde puro automatismo, si tal vez tiene por costumbre (o por necesidad) refugiarse allí después de cada uno de sus encontronazos con Mario.
Blanca se bebe la copa de un trago y tarda dos segundos en pedir otra. Me pregunto también si tiene por costumbre emborracharse en esos casos, pero lo encuentro algo bastante lógico como para preguntármelo de verdad y, cuando pide la tercera, comprendo que voy a tener que acompañarla a la puerta de su casa. Sólo después de ésta se relaja y apoya los codos en la mesa. Se rasca por encima del apósito la herida de la frente y, como inconscientemente, hace una leve mueca de dolor. Yo me dedico a observarla por encima del borde de mi vaso, ya casi vacío, que aún es el primero.
– ¿Cómo te hizo eso? –me atrevo a preguntar.
– ¿El qué? –contesta ella; le señalo la frente con los ojos, pero mi gesto no parece sacarla de su confusión–. Ya te lo he dicho. La parte del bordillo era verdad.
– ¿Te empujó o algo así? ¿En medio de la calle? ¿Y nadie hizo nada? –pregunto desconcertada.
– Supongo que al verme inconsciente se asustó y huyó con el rabo entre las piernas –contesta pidiendo con un gesto otra copa para mí y una cuarta para ella.
– ¿Se asustó? –repito sin ni siquiera molestarme en disfrazar mi indignación–. ¿Y no podía haberse asustado antes? ¿Antes de romper la orden de alejamiento, por ejemplo? –a ella se le ensombrece el rostro y baja la mirada parpadeando un par de veces seguidas–. ¿O antes de hacerte lo que sea que te hizo que sé que no vas a contarme?
Retengo las palabras en la garganta cuando el camarero llega, deja las bebidas y se marcha. Blanca tiene el ceño fruncido y la mirada huidiza.
– Hablemos de otra cosa –me pide débilmente.
– ¡Pero...! –miro a mi alrededor y bajo la voz–. Pero Blanca, ha quebrantado una orden, eso puede acelerar el proceso si...
– Julia –me interrumpe con firmeza. Por primera vez en los últimos minutos me mira directamente a los ojos y dejo de hablar al instante porque, por primera vez, tengo miedo de verdad, miedo de que haya terminado por hartarse de mí, porque su mirada es tranquila y el inicio truncado de una triste sonrisa asoma a sus labios, pero me da la sensación de que, amablemente, me va a invitar a que me vaya para siempre–. Te agradezco mucho que hayas venido a verme, muchísimo, de verdad, no sabes cuánto. Pero no hagas eso.
Asiento con la cabeza y me apoyo en el respaldo de la silla.
– Lo siento.
Deduzco que ha visto el temor en mis ojos porque, frunciendo el entrecejo y sin mirarme, desliza la mano por la mesa hasta dejarla a unos centímetros de la mía a modo de invitación. Alzo la mirada hasta sus ojos buscando en ellos una señal que me haga ver que he interpretado su gesto de manera equivocada, pero ella se limita a mirar mi mano con la misma expresión contradictoria, como si hubiera una línea decreciente a la altura de sus cejas que sus pupilas no pudieran sobrepasar, así que me arriesgo y salvo la distancia entre nuestras manos, posando la mía sobre la suya con el mismo cuidado con el que lo haría sobre una burbuja de jabón. Sus dedos se mueven acariciando los míos y enseguida agarra mi mano. También yo me aferro a ella impulsada por una necesidad súbita, ferviente, y la miro, y ella no me mira, pero sé que la sonrisa que esboza aún sin relajar la frente es para mí, que es algo parecido a una disculpa muda, tal vez un destello de culpabilidad porque yo haya sentido el impulso de pedirle perdón. Y me acaricia, primero la piel y después el alma, y yo imito su gesto repasando su suavidad con la yema del pulgar, y la vuelvo a mirar, y siento que mi corazón va a salir galopando por la puerta de esa cafetería, porque hay demasiado calor en mi pecho y no sé qué es, y la inmensidad de ese sentimiento que falsamente creí conocer en otro momento de mi vida me desborda, porque me doy cuenta de que me condenaría sin pensarlo a la infelicidad eterna si eso garantizara su felicidad.
Permanecemos un rato con las manos entrelazadas hasta que decidimos que las necesitamos para beber.
– Y bueno, cuéntame, ¿has hecho algo interesante estos días? –dice acomodándose en la mesa con una sonrisa, ya completa.
Lo primero que pienso es que esa pregunta es lo más parecido a una forma oficial de dar por cancelada nuestra tregua. Lo segundo que pienso, con cierta irritación, es que eso que llama unos días han sido en realidad semanas.
– Interesante no.
– ¿Has hecho... algo? –pregunta con una mueca que me resulta divertida.
– He empezado a salir con Sara y los demás –contesto como si ella no lo supiera.
– Oh –contesta como si yo no supiera que lo sabe–. ¿Y cómo son?
– Unos idiotas –digo con una media sonrisa.
Ella también sonríe, y es una sonrisa tan sincera, tan perfecta, tan me alegro por ti, que me molesta. No quiero que se alegre de que he estado lejos de ella. Quiero que lo lamente, al menos un poco, lo suficiente para que tenga que tardar unos segundos más en sonreír, que le cueste un poquito porque ha estado todas esas semanas pensando en mí, o porque no ha podido disfrutar de besar otros labios hasta imaginarse que eran los míos, o porque se haya acordado de mí al desayunar tostadas con café. Pero en cambio, sonríe. Sonríe como si de verdad se alegrase, y se vuelve a rascar la herida de la frente.
Rechazo su invitación a otra copa y, mucho rato después, cuando he perdido la cuenta de las que lleva Blanca, comprendo que el gesto de rascarse la herida es involuntario, que es culpa del alcohol, y cuando apoya la cara en la mano y los párpados le tiran hacia abajo, pido la cuenta por ella y, para mi sorpresa, lo acepta sin discutir y deja el dinero sobre la mesa. Lo cuento mientras ella se mantiene ocupada intentando ponerse el abrigo y, tras comprobar que falta un euro con cincuenta, rebusco en mis bolsillos y lo añado al resto.
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El arte en una mirada
RomansaEra profesora de arte, y en efecto me parecía que sus pestañas enmarcaban el mejor cuadro de todos.