LVI

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Desde el día que coincidimos en el lavabo como dos estúpidas e inexpertas colegialas, Blanca había aparecido por el local dos veces más. Esta vez sin ningún acompañante. Las dos veces fue atendida por el mismo camarero (que de ninguna manera iba a ser yo), y las dos veces pidió un gin tonic. Las dos veces me limité a ocuparme de la barra, como un animalillo escondido y temeroso pero disfrazado de depredador, porque mi actitud no había dejado de ser fría, oscura como mi maquillaje desde que decidí ser la víctima de la historia. Las dos veces se había quedado poco tiempo y después se había marchado, siempre antes de que terminara la actuación, tan sola como había venido. Y las dos veces la había descubierto mirándome apenas en un par de ocasiones, nada en comparación con las que lo había hecho yo. La realidad era que, a pesar de no haberme visto obligada a interactuar con ella, su sola presencia quebraba cualquier intento de enfrascarme en mi trabajo tranquilamente.

Sentía rabia y a la vez me temblaban las piernas de puro miedo, tal vez vergüenza. Estaba enfadada con ella. ¿Qué pretendía conseguir? ¿Por qué se dejaba caer por allí un par de noches, no me dirigía ni una mirada en condiciones, mucho menos una palabra, y después se largaba? ¿Era alguna especie de tortura? Lo que estaba claro era que, si pretendía castigarme, lo había conseguido. Pero no de esa forma. Había logrado que me resultara cada vez más difícil creerme mi cuento y cerrarle las puertas a la verdadera historia, a todo lo que había pasado de verdad, fuera de mi cabeza, en un pasado no tan pretérito. Verla, y lo que era peor, reconocer incluso en la distancia esa mirada triste que siempre había intentado ocultar con bromas oportunas, me ablandó. Me ablandó de verdad. Recordé el día que me llevó al museo, el retrato que me regaló, las veces que la acompañé al hospital en las que yo estaba más asustada que ella, el día que nos escapamos por la noche para bañarnos en la piscina, los cigarrillos compartidos, las caricias disimuladas en las clases de pintura. Lo recordé todo, todo lo que nunca había olvidado en realidad pero me había encargado de tapiar con un ladrillo más cada día. Pero lo que más me dolió, independientemente de cualquier cosa que ella hubiera hecho mal, fue recordar la noche que, borracha, me confesó que estaba sola, y yo le contesté que eso no era cierto, y le prometí, y me prometí, que yo estaría con ella. Y sin embargo, allí estaba, sentada en una mesa para dos, con la única compañía de su gin tonic.

Me odié y la odié, y odié todo por haberse torcido y habernos dejado a cada una en una punta de un bar pero sin habernos permitido desengancharnos realmente. Me dije que la próxima vez que apareciera yo sería la camarera que atendería su mesa.

Pero tardó muchísimo en volver a dejarse ver, o tal vez es que mi decisión hizo que el tiempo se me hiciera eterno. Parecía una satírica broma de la vida, porque cuando por fin llegó la noche en que el ruido de la puerta le perteneció a ella de una vez por todas (siempre creía verla, a veces en una falda cuadrada, otras en un estampado sutil o en el claqueo de unos tacones que me sonaban a sus pasos), me quedé paralizada y me pareció que la aguja del reloj daba tres vueltas completas en dos segundos.

Blanca se sentó en una mesa para dos y cruzó las piernas. Pensé que seguramente ni siquiera sabía qué grupos actuaban cada noche, aunque quisiera dar la impresión de que venía sólo porque el espectáculo le interesaba. Cuando uno de mis compañeros recibió la señal para ir a atender la mesa, me armé de valor, me escondí detrás de la máscara que a pesar de todo aún no había terminado de romperse por completo, detrás del maquillaje de ojos y el labial oscuro, y le frené cogiéndole del brazo.

– Espera, yo me encargo de esa mesa –le dije sin apenas mirarle y dejando el trapo que estaba usando sobre la barra.

– Toda tuya –respondió él sin saber que sus palabras resonarían en mi cabeza con otro sentido diferente en el camino hasta su mesa.

Blanca no me esperaba y se le notó en la postura, erguida de repente. Saqué mi libretita cambiándomela de mano con agilidad y me di un toquecito con el bolígrafo en la cadera para sacar la punta. El clic hizo reaccionar a Blanca lo justo para pestañear un par de veces.

– ¿Gin tonic? –pregunté, disfrutando de llevar la ventaja en lo que fuera que estaba iniciando con ella.

Blanca me miró largamente, con un curioso brillo en los ojos.

– Agua con gas –replicó, escondiendo media sonrisa en la comisura de la boca.

Cómo no, tuvo que contradecirme. No podía reprochárselo, siempre he sabido que odia ser predecible. Eso hizo que mis labios se curvaran ligeramente sin que yo hubiese decidido sonreír.

– ¿De verdad? –quise asegurarme.

Blanca no me encajaba precisamente en el tipo de persona que pide agua con gas.

– Tienes razón, tráeme el gin tonic.

El arte en una miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora