XXXVI

12.9K 941 236
                                    

El toque de extrañeza en su mirada me distrae por un instante del motivo de mi gesto y, después de perderme en sus ojos tan cálidos como distantes, digo lo que jamás pensé que diría.

– Blanca, no hagas esto –a ella se le arruga ligeramente el entrecejo–. Yo lo deseo más de lo que tú podrías imaginar. Pero no sé si es lo que quieres tú, porque estás borracha, y no puedo aprovecharme de eso.

Por su forma de mirarme, dudo considerablemente que comprenda algo de lo que estoy diciendo, pero en parte me da igual, porque me doy cuenta de que, más que con ella, estoy hablando conmigo misma, recordándomelo en voz alta por si el calor que se desprende como un aura alrededor de su piel no me deja escuchar a mi sensatez. Luchando contra la voluntad de mis labios para no ceder ante la tentación de los suyos, se me pasa por alto el movimiento de su mano y se me cierran los ojos cuando ésta viaja hasta mi mejilla, rindiéndome de inmediato al sutil placer de sus caricias. Justo antes de permitir que me atraiga otra vez hasta su boca, coloco una de mis manos extendida sobre el dorso de la suya interrumpiendo la caricia a la mitad y abriendo los ojos de nuevo, a tiempo de impedir algo que con toda seguridad precedería al arrepentimiento.

– Hazlo mañana –susurro con una triste sonrisa–. Si aún quieres, bésame mañana.

Encierro tras la compuerta de mis labios una frase de súplica que escala mi garganta casi por inercia.

– Lo haré –afirma, y estoy segura de que ha intentado dotar a su voz de más seguridad de la que ha resultado.

Me dejo caer a su lado tumbada de cara al techo, agotada por el esfuerzo mental de tener que enfrentarme a mi propia voluntad, contra mis propios deseos, que se han acercado demasiado al límite de lo indómito, y pienso que si ya me parecía difícil reprimir mis sentimientos con respecto a ella, esta situación lo es aún más.

Me giro en la cama para mirarla y ella está mirándome. No ha mudado su expresión. Reparo en que se ha desarropado en algún momento en el que no me he dado cuenta y el edredón le llega otra vez a la altura de las rodillas. De repente decide seguir mi ejemplo y girarse, quedando las dos enfrentadas, y eso hace patente el contraste con la inmovilidad que ha mantenido hasta entonces, adoptándola de nuevo mientras se limita a mirarme.

Alarga una mano hasta mi rostro y acaricia en vertical con un dedo el relieve de mis labios.

– Esto sí puedo hacerlo, ¿no? –pregunta con el inicio de una sonrisa.

Asiento con la cabeza tras buscar sin éxito un motivo de peso para decirle que no, y no porque no quiera, sino por todo lo contrario. Su mano se desliza por mi mejilla y yo me mantengo aparentemente impasible, pero lo cierto es que cada roce de su piel es estimulante. Orientando todos mis esfuerzos a contar sus pestañas para distraerme del efecto que me producen sus dedos, los siento seguir la curva de mi cuello, entretenerse en mi clavícula y continuar por mi hombro. A pesar de que yo estoy concentrada en sus ojos, ellos siguen el camino de los dedos de su dueña, ahora a lo largo de todo mi brazo, erizando a su paso cada vello de mi piel, y trago saliva cuando deshace el recorrido regresando a mi clavícula y lo conduce esta vez por la línea de mis costillas, dibujando el horizonte de mi cuerpo con una lentitud martirizante y tanta sutileza que sus uñas me producen un apacible cosquilleo a través de la ropa.

Cuando su mano llega a la altura de mis caderas estoy prácticamente temblando. La odio por torturarme de esta forma y la odio por hacerlo con ese brillo en las pupilas, como si disfrutara con ello.

Cierro los ojos tratando de relajarme, tal vez evadir mi mente de aquella situación en la que me siento atrapada, y cuando aún sigue recorriendo mi cintura, espera dos o tres segundos y se detiene. Su mano cae como un peso muerto quedando apoyada unos centímetros por encima de mi trasero. Abro los ojos y me la encuentro dormida como un bebé.

Mi mente siente alivio pero, mi cuerpo, una profunda decepción. La normalidad regresa a mi respiración y me giro quedando acostada bocarriba. Expulso en forma de aire a través de mis labios la tensión retenida, llevándome una mano a la frente, y permanezco así unos minutos, pensativa. Estoy molesta y no entiendo por qué. Molesta conmigo misma. Pero contemplo a Blanca, sus ojos cerrados, sus labios rosados, su cuerpo rendido al sueño acompañando al compás de su respiración, y al mismo tiempo siento una pizca de orgullo, también por mí misma, porque nunca he deseado tanto a una persona como esa noche y nunca he tenido que hacer un esfuerzo tan grande por contenerme. Estás haciendo lo correcto, me repito por si se me olvida, ella no quería besarte.

Observo su mano, que aún descansa sobre mi cintura, y con cuidado de no despertarla la tomo con mis dedos y la apoyo en el colchón, para después levantarme procurando hacer el menor ruido posible. La luz del salón sigue encendida; se ve nada más salir de su habitación, pero antes de poder hacerlo escucho un gruñido.

– Ven aquí –consigo entender.

Deshago mis pasos y me quedo de pie mirándola; ni siquiera ha abierto los ojos pero está acariciando con la mano el hueco de la cama que acabo de dejar libre. Los abre cuando no percibe movimiento alguno y me mira.

– Quédate, anda –me pide incorporándose sobre sus codos.

Asiento con la cabeza y ella sonríe.

– Pero no te vayas al sofá. Quédate aquí.

Aunque no es la primera vez que termino durmiendo en su cama, mis sentidos se descontrolan y me veo tragando saliva sin moverme del sitio como una tonta.

– Espera –balbuceo escabulléndome.

Con la excusa de apagar la luz del salón permanezo allí unos segundos, tratando de centrarme, y como un impulso que me empuja hasta la puerta decido echar la llave. Estoy segura de que Blanca lo hace cada noche. Después apago la luz y, a tientas, regreso a la habitación, suponiendo encontrármela dormida otra vez, pero para mi sorpresa sigue en la misma postura, esperándome.

Me descalzo con la ayuda de mis propios pies y, sintiéndome la persona más torpe del mundo, me acomodo en la cama junto a ella apoyando la espalda en la pared, rígida como si hasta mi aliento fuera una molestia.

– Acércate, que no muerdo –me pide sin darse aún permiso a sí misma para volver a tumbarse por completo.

Mi subconsciente contesta mentalmente a su comentario y por un momento me gustaría que tuviera forma física para poder pegarle un codazo. Ella sigue sonriendo, aunque el cansancio no la ha abandonado, y leo en su mirada una invitación. Carraspeo y me acerco un poco más. Blanca rueda los ojos y se acerca por sí misma arropándonos a las dos, apoyando la cabeza en mi pecho despacio, como si temiera que me moviese, y al ver que reacciono separando el brazo de mi cuerpo para facilitárselo abraza mi cintura.

Una ola de calor me recorre de pies a cabeza y me da miedo que sea consciente de los latidos de mi corazón. Aguanto la respiración sin querer como si hubiera encontrado la solución definitiva, mientras ella se acomoda hasta que encuentra la postura. Alargo el brazo lo suficiente para llegar a la lamparita y apago la luz, sumiéndonos en la oscuridad y el silencio, hasta que su voz ronca lo rompe.

– Gracias, corazón.

No contesto porque dudo que esté lo suficientemente despierta para escucharme, y dejo la mano sobre su cabello con dulzura. Descanso la cabeza en los almohadones y, un rato después, un buen rato después, yo también estoy dormida.

El arte en una miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora