Despierto con el corazón acelerado. Una fina capa de sudor me cubre la frente y una serie de imágenes se suceden fugazmente por detrás de mis ojos. No ha sido precisamente una pesadilla.
Cuando logro aceptar la realidad me doy cuenta de que algo aprisiona mi mano. Miro a la protagonista de mis sueños preguntándome en qué momento nos hemos movido tanto. Está dándome la espalda y se me abren los ojos como platos al ser consciente de que estoy abrazándola, mi pecho contra su espalda, la suavidad de su pelo rozando mi nariz, que respira el aroma floral de su champú, mi brazo rodeando su cintura y su mano atrapando la mía a la altura de su pecho. Demasiado cerca de sus pechos como para poder ignorar que estoy rozándolos. ¿Cuándo hemos acabado así?
Me deshago de su agarre con cuidado y me separo despacio para levantarme. No sé qué hora es pero la luz del día se cuela por la puerta entreabierta como un baño de sol. Blanca respira profundamente y esconde la mano debajo de la almohada al sentirla libre. Me da ternura.
Cierro la puerta despacio para dejarla dormir sin que el ruido la despierte y, después de lavarme la cara en el baño y acicalar mi pelo ante el espejo, decido que esta vez me toca a mí hacerle el desayuno. Echo un vistazo al reloj cuando llego a la cocina y éste marca las once de la mañana. ¡Las once! Cualquier día normal me resultaría incluso pronto, pero desde luego es más que tarde para Blanca, que acostumbra a madrugar sin querer. Intento recordar a qué hora nos dormimos pero se me hace imposible. De cualquier forma, me alegra que pueda seguir durmiendo.
Me planteo dejarle en la mesita de noche un vaso de agua y una aspirina para cuando se despierte, pero entonces tendría que dejarle también algo de comer, y al final supondría llevarle el desayuno a la cama. Y, conociendo a Blanca y su rechazo por lo cursi, seguro que me lo tira a la cara o se ríe de mí. Así que descarto la opción.
Preparo café y tostadas porque es lo único que recuerdo dónde está y, mientras espero a que se haga, dejo una aspirina sobre la mesa y me dirijo al lugar más fascinante de la casa.
El lienzo en medio del cuarto cubierto por una sábana que algún día fue blanca hace que me brillen los ojos de curiosidad. Me muerdo el labio dudando si sería correcto destaparlo sin el permiso de la autora, pero antes de que el código moral que tanto respeté la noche anterior me lo impida esta vez, ya estoy apartando la tela. El olor del café se filtra mezclándose con el de la pintura y tanto la cafetera como la tostadora me reclaman en la cocina, pero el tiempo para mí se ha detenido y no puedo apartar la vista del cuadro inconcluso. Son mis ojos, mi nariz, mi boca, mi pelo.
Doy un paso atrás por instinto como si admirarlo de lejos fuera a disipar mi confusión, pero no lo hace. Mientras más lo miro más convencida estoy de que hay un ser arañándome las entrañas desde dentro y empujándome el corazón hacia la garganta.
El chasquido de una puerta abriéndose me arranca de mi ensimismamiento y vuelvo a cubrir el lienzo rápidamente con la tela. Salgo del cuarto a tiempo de ver la mitad del cuerpo de Blanca desapareciendo, descalza, por el salón, y enseguida la sigo. Al ver tanto el salón como la cocina vacíos, se gira desenredándose el pelo con los dedos en el momento justo en el que aparezco yo. Me mira extrañada y sonrío con nerviosismo.
– Buenos días –dice con voz pastosa y los ojos cansados, demasiado dormida aún para articular una sonrisa–. Has hecho el desayun...
– ¡Mierda!
Corro a la tostadora sacando dos rebanadas de pan ennegrecidas y las dejo sobre el plato con fastidio. Ella me observa desde el mismo sitio mientras pongo a tostar otras dos rebanadas.
– Qué desastre –digo sirviendo el café en dos tazas.
Las llevo hasta la mesa y al volverme veo que me está siguiendo con la mirada de brazos cruzados y con una sonrisa divertida en el rostro. Tiene la falda arrugada. No sé qué deseo estúpido tenía nada más levantarme, no sé si esperaba que Blanca se lanzara a besarme en cuanto me viera, pero por alguna razón una chispa de decepción crece lentamente en algún lugar de mi cuerpo.
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El arte en una mirada
RomanceEra profesora de arte, y en efecto me parecía que sus pestañas enmarcaban el mejor cuadro de todos.