XLIV

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Apago la alarma de las siete y media de la mañana sin haberme dormido aún. Si hubiera sido un día normal, probablemente habría estado toda la noche recreando mentalmente el recuerdo de lo que había vivido, repasando cada detalle de su cuerpo en mi memoria y evocando las idénticas sensaciones. Pero la realidad es que no he podido liberarme de las mismas imágenes recurrentes que bailaban dentro de mi cabeza como en una grotesca danza nocturna. Aunque he dado mil vueltas en la cama, la cara de Mario me perseguía, con los ojos desquiciados, sus palabras retumbando en mi interior. Esa inútil desagradecida no va a irse de rositas después de esto. ¿Te crees que me importa mucho una orden de alejamiento? No voy a perder nada. ¿Te crees que no soy capaz?... Esa inútil desagradecida no va a irse de rositas después de esto... ¿Te crees que no soy capaz?... Y al recuerdo de sus palabras siempre le seguía su estampa posterior, encogido en el suelo, la cara sangrándole. Pero lo que más me atormentaba era mi ataque de ira, ese inútil arrebato que me llevó a golpearle no una sino tres veces, estando él ya muy maltrecho.

Intentaba consolarme, o tal vez exculparme, preguntándome qué sería de Blanca ahora si esa noche no hubiéramos intervenido. Me decía a mí misma que él iba a matarla, que iba a matarla cuando yo no pudiera hacer nada, que iba a matarme, que lo hubiera hecho si no hubieran intervenido. Aun así, yo no quería matarle cuando me dejé llevar por la rabia. ¿Quería? Tal vez quisiera, en el fondo. En ese momento no supe si él iba a morir de todas formas, si acaso el trabajo de mis amigos había dejado en cero su esperanza de vida antes de que yo decidiera acercarme después. No supe entonces si él podía haber sobrevivido de no ser por mí, y nunca lo sabré. Cualquier excusa que me empeñe en ponerme a mí misma no es más que una inmadura forma de ignorar, de esconder ante mi conciencia, que ya sea directa o indirectamente, total o parcialmente, con intención o sin ella, he matado a un hombre.

Estoy vestida frente al espejo del baño cuando empiezo a escuchar ajetreo en el pasillo. Me lavo la cara enfrentándome después a mi reflejo y compruebo horrorizada que no me reconozco en él. Trato de ignorarlo (ignorarme) y lo mismo hago con el dolor que me taladra la cabeza, para bajar a desayunar.

Los grupos de alumnos que me rodean pasan a un segundo plano en mi cabeza. Siento como si mis pensamientos hablaran más fuerte que todos ellos, y estoy masticando perezosamente cuando me fijo en que todos excepto Blanca nos encontramos en el comedor. Como si esa observación hubiera activado algún mecanismo del destino, ella hace acto de presencia y se dirige a la mesa donde se encuentra Elena. Sin saber por qué, algo se me retuerce dentro al verla. Me gustaría acercarme y preguntarle cómo está, pero advierto en su mirada, en su sonrisa exagerada al hablar, que estar con gente no es lo que más le apetece en ese momento.

Antes de dejar que abandonemos el comedor, ambas profesoras nos retienen en la puerta para comunicarnos que han decidido (ha decidido Elena, por lo que puede deducirse de la cara de Blanca) pasar la mañana en la piscina, por petición recurrente, y hablando en plata, cansina, de los alumnos. Éstos acogen la noticia con una ovación y, en cuanto se ven liberados, no pierden un segundo en correr a sus apartamentos para prepararse. Yo pienso con cierto fastidio en que hayamos tenido que levantarnos tan pronto para eso.

Con paso parsimonioso, me acerco a Blanca y Elena, que conversan en voz baja. La de historia me saluda con una amplia sonrisa, la de arte me mira largamente y me sonríe en silencio cuando yo lo hago.

– Parece que la piscina les emociona más que las ruinas romanas –comenta Elena como si fuera algo totalmente incomprensible pero sin ningún remedio.

Media hora después, ella es una de las personas que más contentas parecen con la idea. Con un traje de baño de dos piezas que deja ver la ostensible delgadez de su cuerpo, se dedica a beberse un refresco semitendida en la tumbona mientras observa disimuladamente a través de sus gafas de sol cómo su hijo se desenvuelve entre los demás. Yo me he entretenido adrede en bajar, aunque no comprendo bien qué me ha llevado a hacerlo. Aun así, Blanca vuelve a ser la que más se retrasa y aparece unos minutos después, cubierto el cuerpo con un fino vestido estampado de tonos oscuros de verde. En cuanto la veo comprendo dos cosas. La primera, que podría vestirse con un saco de patatas y seguiría estando preciosa. La segunda, que no ha traído bañador, porque no piensa bañarse pero, sobre todo, porque no piensa enseñar su cuerpo.

El arte en una miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora