Durante el tiempo que estamos hablando, Blanca muestra reacciones diferentes. Hablamos de cosas superfluas; intento no hacerle pensar demasiado, distraerla con otros temas tal y como me da la impresión que necesita dadas las preguntas que me hace. Hablamos sobre mí, aun sabiendo que probablemente olvidará la mayoría de las cosas. A veces le da por reírse. Aprovecha cualquier punto gracioso para reírse más de lo que normalmente lo haría, incluso llega a parecer que le hace gracia el simple hecho de oír su voz. Imagino que puede ser un síntoma de ansiedad. Otras veces parece desconectarse. Se la ve más absorta durante un rato, luego vuelve en sí y es capaz de seguir la conversación, pero por momentos es como si el bucle la absorbiera. Aunque ella luche contra él armándose de nimiedades. Aunque por sus venas corra casi más alcohol que sangre. A veces, esa odiosa espiral la arranca de allí y se la lleva lejos, dejando sólo su cuerpo.
El repentino rugido del timbre provoca que Blanca dé un bote y se agarre por puro reflejo a lo primero que encuentra. Da la casualidad de que eso es mi pierna.
Siento fuego ascender a mis mejillas al notar sus dedos en mi muslo y la miro algo tensa, porque me ha asustado más su reacción que el ruido. El color ha huido de su rostro y está mirándome con los ojos muy abiertos y la respiración agitada.
– Será el repartidor –digo tratando de calmarla, pero ella no se mueve–. La pizza –aclaro.
Ella parece estar procesando despacio mis palabras así que decido colocar mi mano sobre la suya. Está fría y tiembla.
– Tranquila –le digo cogiéndola con delicadeza y apartándola de mi pierna para levantarme–. Abro yo.
Me pongo en pie dejando en el sofá a unos ojos vulnerables que siguen mi camino hasta la puerta. Casi puedo oír los latidos de su corazón cuando recibo al repartidor y no es hasta que cierro la puerta de nuevo que respira un poco más calmada.
Le dedico una sonrisa que ella es incapaz de devolver y dejo la caja con la pizza en la mesa, recuperando después mi lugar en el sofá.
– ¿Bien?
Ella asiente con la cabeza tras pensárselo un momento. No aparta los ojos de mí, pero seguramente ni siquiera me está viendo. Siento cómo se me estruja el corazón.
– Huele bien –comento con una sonrisa retirando la tapa de la caja y examinando la pizza.
Poco a poco Blanca va recuperando la templanza. Los botellines vacíos sobre la mesa han ido creciendo en número a causa de la espera y el alcohol no le permite ser emocionalmente estable.
Seguimos hablando de tonterías hasta que sobran tres porciones de pizza. Ella apenas ha comido y yo, en condiciones normales, podría habérmela terminado pero la situación me cierra el estómago. Aun así consigo que ella esté relativamente sosegada.
Sin embargo, mis logros se desmoronan cuando mi teléfono comienza a sonar de repente. Veo cómo la sangre huye de sus mejillas para dejar a un rostro pálido que sigue cada uno de mis movimientos mientras saco el teléfono.
– Es el mío, no te preocupes –le digo a pesar de que sé que de poco sirven mis palabras–. Mi madre –leo su nombre en la pantalla.
Descuelgo sabiendo lo que voy a escuchar a continuación y, en efecto, su voz preocupada me pregunta dónde estoy. Improviso una excusa rápida para sortear esa situación extraña y le cuento que, como no había comida, he ido a cenar con una amiga y que no sé cuándo voy a volver. Observo a Blanca mientras hablo y siento que podría ser testigo de la guerra desatada en su interior, batalla contra la razón. Me desvía la mirada y me da la sensación de que se siente avergonzada. Se levanta del sofá y se dirige a la nevera dándome la espalda. Su equilibrio está visiblemente perjudicado.
Me despido de mi madre pidiéndole que no se preocupe y me levanto del sofá siguiendo a Blanca. Ésta tiene ante ella la nevera abierta y está buscando algo con dificultad. Cuando llego a su altura veo que sus ojos están invocando las lágrimas de nuevo y agarro suavemente su muñeca cuando va a echar mano de otra cerveza.
– Blanca, no. –Ella me mira a los ojos y me da la sensación de que va a romperse en cualquier momento–. No bebas más, anda.
Entonces, ya no sé si es por la embriaguez o por el agotamiento, por la vergüenza o por la culpa, por la tensión de mantenerse entera, de no quebrarse delante de mí, de dejarse la piel en una lucha constante consigo misma. No sé si es por algo o por todo a la vez, pero Blanca rompe a llorar.
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El arte en una mirada
RomansaEra profesora de arte, y en efecto me parecía que sus pestañas enmarcaban el mejor cuadro de todos.