XIII

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Un pálpito me guía hasta la cafetería en la que estuvimos la última vez; su cafetería. Llego con la respiración entrecortada por el cansancio y desde fuera la veo sentada en el mismo rincón, en la misma mesa. Sabía que estaría allí. En su botón de pausar la vida. Suspiro, aliviada de encontrarla, y entro.

A medida que me voy acercando, voy apreciando su aspecto. Sostiene un cigarro en una mano, del que da largas caladas, y con la otra da vueltas a un vaso ya vacío. Cuando el camarero pasa por su lado ella le hace un gesto alzando el vaso y haciendo chocar los hielos, a lo que el hombre asiente y se pierde tras la barra.

Justo antes de pararme al lado de su mesa, Blanca me mira. Tiene los ojos enrojecidos y aún se puede apreciar el rastro húmedo de una lágrima por su mejilla. Nunca la había visto así y no me importaría no haberlo hecho.

En cuanto me ve, se yergue en el asiento y espanta el humo con una mano antes de apoyar el cigarro en el cenicero.

– Julia –dice secándose las lágrimas con los dedos–. ¿Qué haces aquí?

– ¿Puedo sentarme? –pregunto yo señalando la silla.

Ella asiente con la cabeza.

– Claro.

El camarero aparece por detrás de mí y deja en la mesa el otro vaso que Blanca había pedido, preguntándome después si deseo tomar algo. Declino amablemente su oferta y cuando vuelvo a dirigir la vista al frente Blanca está mirándome.

Coge de nuevo su cigarro y le da otra calada, expulsando el humo muy despacio. Sus ojeras son mucho más patentes después de haber llorado y verla en ese estado me parte el alma.

Le dedico una sonrisa cálida y ella intenta devolvérmela, consiguiéndolo a medias.

– No sabía que fumaras –comento.

Ella compone una débil sonrisa.

– No lo hacía, lo dejé hace años –explica y, sosteniendo el cigarro entre los labios, busca en su bolso.

Entonces saca una cajetilla de tabaco y me ofrece uno.

– ¿Quieres?

Vacilo hasta que decido aceptar.

– Gracias.

Lo tomo entre los labios y me levanto ligeramente del asiento para acercarme al mechero que Blanca acaba de prender. Mientras me enciende el cigarro no puedo evitar mirarla a los ojos. Puedo apreciar cada vena en ellos, más enrojecidas de lo habitual, y los párpados algo hinchados. Además, el discreto maquillaje que lleva está estropeado y acuna las pestañas en forma de una etérea nube oscura poco perceptible. Me mira, encontrándose con mis ojos un momento, y luego los devuelve a mis labios hasta que el cigarro está encendido y nos separamos.

Aspiro una calada y volvemos a mirarnos.

– ¿Por qué has venido? –me pregunta–. Creí que te habías ido.

– Y yo creí que tú habías dicho que estabas bien –contesto con una media sonrisa.

Ella aparta la mirada y parece que va a hablar pero, en lugar de eso, se encoge de hombros y se le llenan los ojos de lágrimas. Y, de nuevo, no las deja salir.

– Blanca, no hace falta que hagas eso –le digo por segunda vez en el día.

– ¿El qué? –repite ella sin mirarme, probablemente haciendo un esfuerzo sobrehumano por retener las lágrimas.

– Eso. Fingir. Mirar para otro lado. No tienes que hacerlo conmigo.

Su mirada se queda perdida unos instantes antes de ser escondida bajo sus manos.

El arte en una miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora