Después de muchos borrones, bocetos y bolas de papel arrojadas directamente a la papelera, a altas horas de la noche termino lo que me parece el dibujo definitivo. Considero que, contrariamente a lo que esperaba, he conseguido plasmar la idea de mi cabeza sobre el papel. Esa imagen que quedó grabada en mis retinas. Repaso cada rasgo, las pestañas, los ojos cerrados, el casi imperceptible humo que asciende desde la taza de café hasta sus fosas nasales, la sonrisa, esa sonrisa. Estoy satisfecha porque he logrado captar esa expresión de paz que vi aquel día en la cafetería. No tanto he conseguido, sin embargo, plasmar su belleza, pero a mis ojos eso es algo imposible.
Ese viernes voy a clase muy ilusionada pero con un nudo en el pecho. En mi mente se repiten una y otra vez las imágenes del último día y casi me parece sentir de nuevo el contacto de nuestras manos. Y me siento extraña, como si no pudiera canalizar mis sentimientos; como si dentro de mí corriese una cascada interminable cuyo control escapa a mi voluntad. Y es frustrante, sobre todo cuando me doy cuenta de que lo que para mí es una montaña para ella probablemente no es más que un grano de arena.
Me mantengo prendada de su voz durante cada explicación que da a lo largo de la clase. Cada palabra y cada gesto denota su gusto por lo que enseña, y es capaz de transmitirlo a los demás. Simplemente, su visión del arte me enamora; todo adquiere el doble de belleza si sale de sus labios. Y, por si fuera poco, nos hace una muestra de lo que vamos a trabajar, plantándose frente a un lienzo y pintando una sencilla cinta de seda con la mayor delicadeza y perfección que he visto.
Cuando suelta el pincel, me doy cuenta de que he estado tan embelesada que ya apenas noto el asiento debajo de mí y, antes de que nadie pueda verme, me siento correctamente, un tanto ruborizada.
Al terminar la clase, tengo ganas de pegarme a mí misma para hacerme reaccionar y sacarme de esa burbuja flotante en la que llevo desde que he llegado, pero a mi cabeza le parece mucho más importante la falda que lleva Blanca esa tarde y cuando se levanta no puedo evitar acariciar con la mirada el contorno de sus piernas.
Pero hay algo que enseguida reclama mi atención, y es su actitud insegura. Blanca, la mujer con la personalidad más fuerte que conozco, se mueve con gestos vacilantes. Mantiene su aparente autocontrol habitual, pero me da la sensación de que su cabeza está más cerca de Estocolmo que de la clase y deduzco que no ha tenido un buen día.
Dudo si acercarme a hablar con ella de cualquier cosa antes de irme, pero justo cuando me he decidido a hacerlo, apunto de salir por la puerta, ella levanta la mirada y se encuentra con la mía, para dedicarme una gran sonrisa que me desarma por dentro.
– Hasta luego –me dice antes de volver a bajar la vista para seguir recogiendo.
Después de reconstruir mis pedacitos y formar con ellos una sonrisa para Blanca aunque ella no pueda verla, respondo a su despedida y me voy.
***
En los días siguientes me dedico a mis dibujos. Me hace ilusión que vayan a formar parte de una exposición y quiero esforzarme al máximo en ellos, así que me tomo mi tiempo para que queden perfectos, haciendo mil pruebas y repitiéndolos mil veces hasta dar con la idea que quiero. Cuando veo el resultado me invade cierta inquietud; se reconoce a Blanca fácilmente. Pero me tranquilizo a mí misma diciéndome que ningún conocido lo verá a menos que yo misma le invite.
En cuanto a las clases, transcurren con normalidad. Al menos, normalidad a ojos de los demás. Normalidad que a mí me duele a ratos.
Adoro pasar el tiempo dentro de esas cuatro paredes, entre brochas y pinceles, con ella. Pero sin ella al mismo tiempo. A veces nos invita a improvisar y cuando nuestras miradas se encuentran me sonríe. Me gusta pensar que lo hace cuando nadie más está mirando y que es una sonrisa diferente. Sin querer sueño despierta. Pero está bien, eso me ayuda a inspirarme y, aunque no sirva para nada más, me basta.
Sin embargo, entre intercambios de sonrisas y miradas furtivas por mi parte, no se me escapa algún que otro signo de falta de concentración, lo cual no deja de parecerme extraño en ella. Hago un esfuerzo por pasarlo por alto pero mi pequeña tendencia a la obsesión hace que me cueste no fijarme en su actitud distraída ya que para mí es nueva.
Cuando apenas quedan unos días para la exposición entrego mis seis trabajos a la escuela para que los coloquen ellos mismos y no es hasta que me desprendo de ellos que empiezo a sentir los nervios hacerse hueco en mi estómago.
En clase, estoy tan emocionada con el tema que siento la necesidad de avisar a todo el mundo de que vaya a ver la exposición, al mismo tiempo que deseo que ésta se suspenda y yo pueda respirar tranquila. De cualquier manera, nadie puede enterarse.
Con la mente en otra parte, no me entero de la explicación y no comprendo por qué la profesora está repartiendo batas blancas para todos. Aun así me la pongo sin preguntar y la observo mientras ella se viste con la suya después. Me descubro preguntándome cómo puede sentarle tan bien una bata tan simple.
Todos comienzan a trabajar en sus pinturas y yo espero unos segundos, confundida, a ver si por influjo de la luna adivino qué están haciendo. Pero, lógicamente, sigo sin entender nada. Si tan sólo hubiera escuchado. En ese preciso instante me doy cuenta de que Blanca está mirándome y le hago un gesto. Ella se acerca y no puedo evitar sentirme cautivada por el movimiento de sus caderas al andar con esa bata. Realmente le sienta bien.
Parpadeo un par de veces cuando llega a mi altura para mirarla a los ojos.
– Lo siento, creo que me he perdido –digo en voz baja para no molestar al resto–. ¿Qué estamos haciendo?
Al parecer mi lapsus le resulta gracioso y su risa, que consigue reprimir a medias, me tatúa una sonrisa de idiota. Se inclina un poco a mi lado y comienza a explicarse, mientras me va recordando qué materiales tengo que usar y cómo debo hacer las mezclas. Se remanga para manipular los botes de pintura con mayor comodidad y no es hasta unos segundos después que veo un ligero tono entre azulado y morado que se extiende por su piel, cubriendo una pequeña parte de su brazo. Puedo apreciar que continúa por debajo de su manga pero no alcanzo a verlo. Frunzo el ceño inconscientemente; eso debe de doler.
Blanca, quien hasta ese momento ha mantenido su explicación despreocupadamente, parece reparar en ello de pronto y con un gesto disimulado vuelve a desdoblarse las mangas ocultando sus brazos. Sin inmutarse prosigue con la demostración, pero no logra evitar un ligero temblor en su voz que yo aprecio por un milisegundo.
Si ella misma no lo hubiera escondido de esa manera tan torpe, probablemente yo no me hubiera preocupado por aquel moratón.
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El arte en una mirada
RomanceEra profesora de arte, y en efecto me parecía que sus pestañas enmarcaban el mejor cuadro de todos.