Desalojamos el autocar y espero en la calle a que todos los alumnos tengan su equipaje mientras Elena y Blanca ponen orden. Me dedico a contemplar el lugar donde al parecer vamos a pasar la noche. Es un complejo de apartamentos de apenas dos pisos aparentemente en medio del campo, no debe de haberles costado mucho dinero, pero lo cierto es que no está mal.
– ¿Estáis todos? –pregunta Elena alzando tanto la voz que se convierte en una irritante voz de pito–. Vamos a entrar ya, así que haced el favor de comportaros.
Diría que el cincuenta por ciento de los alumnos está prestándole atención, pero el grupo de los que deduzco son los jóvenes más difíciles de manejar de la clase está a su aire, empleando un volumen casi más alto que el de la profesora.
– A ver, vosotros –les llama la atención Blanca, con una voz tan alta y firme que todos nos sobresaltamos–. Dejad de hacer el imbécil y venid para acá.
Los muchachos se callan enseguida y se unen al resto del grupo, algún valiente atreviéndose a hacer comentarios en voz baja. La escena me da tanta nostalgia que no puedo esconder la sonrisa traicionera que me invade los labios. Hacía tanto tiempo que no veía esa faceta de Blanca, la de profesora imponente que puede hacer temblar a una clase entera con una sola mirada, que casi la olvido. Siempre he sabido que se trataba simplemente del papel que ella misma se había creado para hacerse respetar entre los alumnos –olvidaba que sabía actuar tan bien–, pero ahora que la conozco mejor no deja de impresionarme el contraste entre sus dos mitades.
Entramos al edificio, Blanca y Elena las primeras, el hijo de Elena y yo con ellas, y una nube de murmullos que nos sigue. El hombre que se encuentra detrás de la mesa de recepción se levanta para darnos la bienvenida con una cordial sonrisa en la cara. Mientras las profesoras hablan con él, los demás se acomodan en los sillones, charlando. Blanca se acerca a la mesa para rellenar algunos papeles y Elena se dirige al grupo.
– Chicos, vamos a repartir las llaves de los apartamentos. Juntaos por compañeros de habitación y formad una fila aquí. Cuando tengáis la llave podéis subir a dejar las cosas y en un cuarto de hora nos vemos aquí otra vez.
Ellos obedecen, movidos por la excitación, y el recepcionista va entregándole las llaves a Elena y a Blanca. La sala va quedándose vacía a medida que los alumnos corren a sus apartamentos y, después de los últimos, el hombre se dirige a nosotras.
– Dos por aquí –dice con voz cantarina tendiéndole una llave a Blanca y otra a mí–, y una para vosotros, creo recordar que compartís habitación.
– Sí, es mi hijo –contesta Elena cogiendo la llave.
El recepcionista se despide con un asentimiento de cabeza y nos dirigimos a nuestras habitaciones. Recorremos los pasillos y miro en el dorso de la llave el número de la mía. 206. La busco con la mirada preguntándome cuál será la de Blanca. Cuando la encuentro, me entretengo en abrir la puerta para poder ver cómo Elena y su hijo se quedan en una habitación de las que están enfrente de mí. La de Blanca es la 208, justo la contigua a la mía. Me permito entonces terminar de abrir la puerta y ambas la cerramos casi a la vez.
La habitación es más acogedora de lo que imaginaba, bastante amplia para una sola persona y parece imitar el interior de las cabañas de madera. Hay una vela a cada lado de la cama, además de las lámparas, y me pregunto cuántos años de antigüedad tiene ese pueblo. Saco de la mochila lo indispensable y la dejo sobre la cama, no voy a deshacerla para dos noches, le echo un vistazo al cuarto de baño, me arreglo el pelo con los dedos frente al espejo y salgo para reunirme con los demás en el recibidor.
Un rato después llega Blanca y, entre las dos, nos explican que vamos a visitar una zona del pueblo en la que se hallan ruinas de siglos atrás. En menos de diez minutos estamos de nuevo en el autocar de camino a las ruinas y, sólo un cuarto de hora después, un guía muy expresivo nos las está enseñando. Es una visita larga pero se hace corta. Cada vez que busco con la mirada a Blanca ésta se ha escurrido entre la gente y tardo en localizarla, en un rincón, escuchando la explicación mientras analiza con ojos concentrados las ruinas que tiene ante ella, sin apenas mirar al guía, intercambiando de vez en cuando algún comentario con Elena, mandando callar a algún que otro alumno, desapareciendo otra vez, apareciendo después a mi lado y acercándose a mi oído para contarme alguna curiosidad sobre el lugar, algún dato que se le escapa al guía, siempre de brazos cruzados, en una expresión de control, ella conoce cada palabra que sale de los labios del hombre que habla como si estuviera contando un cuento de terror. A veces soy yo la que se acerca a ella y, sin mirarme, arrima la oreja a mi boca para escuchar mi pregunta, inclinando la cabeza hacia arriba porque lleva zapatos planos, y resuelve mis dudas también en voz baja, siempre siguiendo ante los demás nuestro rol de profesora y alumna, y me divierte esa situación que al fin y al cabo es un juego.
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El arte en una mirada
RomanceEra profesora de arte, y en efecto me parecía que sus pestañas enmarcaban el mejor cuadro de todos.