XXV

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– Estoy muerta –dice Blanca yendo al tocadiscos y apagándolo.

En mi rostro aún permanece una sonrisa que se resiste a desaparecer y asiento con la cabeza.

– Voy por el hielo –anuncio mientras ella me sigue a la cocina para tomarse un analgésico.

Lo saco del congelador y una vez lo tengo me apoyo en la nevera esperando a Blanca. Ésta se encuentra de espaldas a mí con un vaso de agua en la mano y mi mirada caprichosa se fija en lo ajustada que le queda la falda en la parte de la cadera, definiéndola y entregando el resto a la imaginación. Se toma la cápsula seguida del agua y deja el vaso en el fregadero. Mientras tanto yo sigo cada uno de sus movimientos; su cuerpo es como un péndulo que me hipnotiza y siento que no puedo librarme del hechizo al que me ha sometido.

– Vamos –dice arrancándome de mi ensoñación y, sólo entonces, me doy cuenta de que he empezado a dejar de sentir las manos por sostener el hielo.

La sigo hasta su habitación con cierta intriga, pues será la primera vez que pueda pasar, y una vez allí la contemplo a mi alrededor sin ningún recato. Es pequeña y sencilla; sólo la cama de matrimonio ya ocupa el ochenta por ciento de la habitación y hay una mesita de noche a un lado de ella sobre la que reposa la única lamparita que se halla encendida. Me da la impresión de que en algún momento hubo otra en el otro lado. Además, hay un armario castaño en la pared izquierda, y eso es todo. No hay fotos, a excepción de un cuadro de mediano tamaño colgado en la pared.

– Puedes dejar el hielo aquí –sugiere señalando la mesilla y yo obedezco.

Se sienta con algo de dificultad en el colchón y me señala el armario.

– Hazme el favor de abrirlo, ¿quieres? –Sigo sus indicaciones sin vacilar–. En el cajón de abajo hay un pijama; el negro de botones. Dámelo, anda. –Lo localizo sin problemas y se lo doy, y mientras estoy cerrando las puertas me detiene–. Espera, mira en ese cajón. No suelo usar pijamas pero puedo dejarte un pantalón de chándal y una camiseta cualquiera.

– ¿A mí? –es lo único que se me ocurre decir.

– Claro. No has traído nada, ¿no? –Contesto con una negación de cabeza–. Pues cógelo.

Tomo el único chándal que veo; un pantalón gris, y debajo de él encuentro una especie de jersey negro liso bastante simple.

– Muchas gracias –le digo cerrando el armario–. Voy a cambiarme.

Ella asiente y yo abandono su cuarto para dejarle privacidad, encerrándome en el cuarto de baño a vestirme. Después, me miro en el espejo. El jersey es suave aunque se adivina viejo y, si bien me queda algo ancho, es cómodo. Las mangas me quedan perfectas, lo que me saca una sonrisa al imaginar que a Blanca deben de quedarle largas de más. El pantalón es igualmente suave y cae suelto; aún así, también me queda holgado por lo que no se mantiene en mi cintura sino que cae hasta el hueso de mi cadera y esto hace que no me quede corto de pierna. Pero, sin duda, lo mejor de todo es que huele a ella.

Nada más salir del cuarto de baño escucho mi nombre y me dirijo hacia la puerta entrecerrada de Blanca.

– ¿Sí? –pregunto desde el otro lado sin atreverme a abrirla.

– Julia, ven, pasa...

Empujo la puerta despacio a la vez que entro con cautela y me la encuentro sentada en la cama. Nada más verla un cosquilleo me recorre la espalda como un látigo. Tiene el pantalón del pijama puesto, pero la parte de arriba la sostiene agarrada contra su pecho sin nada a excepción del vendaje.

Ella también me mira con interés.

– Oye, te queda mejor a ti –comenta con una sonrisa recorriendo mi cuerpo de pies a cabeza–. Ven, acércate.

El arte en una miradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora