Capítulo XIX

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La casa de Elena era un caos debido a la desaparición de Esperanza. Juan de la Cruz había llamado inmediatamente a la policía y un par de agentes no habían tardado en ir hasta el lugar de los hechos; poco después llegaron más oficiales al lugar y ahora se encontraban inspeccionando la casa en busca de pistas...

-¿Encontraron algo anormal al volver a casa? –preguntaba un oficial detective que interrogaba a Elena y a Juan de la Cruz.

Sentada en un sofá, Elena negó con la cabeza; Se le veía agotada, desolada y pálida del horror de no tener a su hija con ella, sus ojos estaban rojos e hinchados de tanto llorar y de tanto en tanto soltaba una lágrima; Juan de la Cruz estaba a su lado y la tomaba de la mano con fuerza, como si con aquel gesto quisiese hacerle saber que todo saldría bien... Aunque por dentro él estaba igual de destrozado que ella ¿Dónde estaría su hija? ¿Quién se la había llevado? ¿Estaría bien? Esa y miles de preguntas más lo atormentaban, pero no podía sacarlas a relucir o estaba seguro de que Elena terminaría por derrumbarse. Tenía que ser fuerte por ella, por él... Por Esperanza.

-Nada raro, oficial –respondió Juan de la Cruz en un suspiro.- Nada estaba fuera de lo común, aunque tampoco prestamos demasiada atención ya que la niña estaba un poco enferma y estábamos más preocupados por ella que por cualquier otra cosa.

El oficial frunció los labios.

-¿Hay alguien que se considere su enemigo? Tal vez debamos seguir esa línea de investigación...

Los ojos de Elena se encendieron al comprender una idea de lo ocurrido y miró con terror al oficial.

-Rebeca Montiel. –exclamó y se puso de pie con rapidez, Juan de la Cruz hizo lo mismo.- ¡Ella tiene a mi hija! –sollozó Elena.- Esa mujer siempre quiso quitarme a mi hija y como no se lo permití... -su voz se quebró y ella estalló en llanto.

El corazón de Juan de la Cruz se estrujó al ver llorar desconsoladamente a Elena y la estrechó entre sus brazos.

-¿Quién es Rebeca Montiel? –preguntó el oficial mientras anotaba el nombre en un cuaderno.

Elena ahogada en llanto, no respondió.

-Es la madre del difunto marido de Elena. –respondió Juan de la Cruz, tenso.

-¿No es usted el padre de la niña? –preguntó el oficial.

-Sí, lo soy.

En ese momento, Elena se apartó con brusquedad de Juan y con rabia se limpió las lágrimas.

-Rebeca es una mujer que siempre busca salirse con la suya –exclamó con enfado.- Pero esta vez no será así, ¡no voy a permitir que me quite a mi hija! –gritó furiosa.

Elena dio media vuelta y se dirigió con paso decidido hacia la puerta en busca de Rebeca... Pero Juan de la Cruz la detuvo.

-Elena, espera. –la sujetó del codo.

-¡Suéltame! -Ella se soltó del agarre con un fuerte tirón y se giró a mirarlo con furia.- ¡Tengo que ir a buscar a mi hija! –gritó colérica.- ¡Necesito a mi hija! ¿No lo entiendes? ¡Yo soy su madre! –rugió.

Juan de la Cruz inhaló profundamente y la miró con dolor.

-Claro que te entiendo, yo soy su padre ¿Crees que no me duele su desaparición? –preguntó dolido.

Ella lo miró altanera.

-¿Entonces por qué me detienes?

-Porque no pienso dejarte ir sola –declaró con firmeza.- Yo voy contigo.

El oficial carraspeó.

-En ese caso los acompaño, necesito asegurarme de que todo esté en orden.

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