Cierto día caminaba por las afueras del campus, donde debía tomar un pequeño curso antes de iniciar la carrera, en busca de un ancla que me tranquilizara el alma. Estaba histérica de rabia y sabía que ingresar al aula en aquel estado sólo pronosticaba un fuerte malestar tanto para los que me rodeasen como para mí y el decaimiento de mi estado anímico.
Mi madre había usado de trampa el desayuno para tratar de convencer a mi padre de que me mantuvieran vigilada. Según ella yo estaba dormida y bien lejos, en mi alcoba. Se había confiado. Había escuchado cómo le aconsejaba a mi padre estar al pendiente de mí, ir a traer y dejarme a la escuela, y otra serie interminable de tonterías que no había captado por la rabia que se me había subido a la cabeza. Aquella mañana me había marchado sin probar bocado, cerrando de un grave portazo y dejando a Lorena más preocupada y culpable que nunca. ¡Pero si es que con esa mujer no se podía entrar en razones! Cuando sentía que la comenzaba a persuadir, se iba por la tangente, y era extenuante tener que retomar el hilo de la conversación. Así que se transformó en un círculo que no tiene fin.
Tenía un par de horas de talleres introductorios que no consideraba de relevancia, o que al menos no marcaban como básicos en mi currículo, así que quería ir a ver a Lara a su trabajo. Bueno, lo que realmente quería hacer era entrar en aquella espléndida librería aclimatada, con estantes de caoba fina y dulce aroma a naranjas para maravillarme con cada título que adornaba el sitio. Aquel era el lugar donde me refugiaba cada vez que sentía asfixia, era mi salvavidas y mi ancla siempre que lo necesitase.
Lara era una mujer que rozaba los sesenta años, de cabellos dorados casi blanquecinos y vivaces ojos verdes, que se dedicaba por completo a su negocio habiendo perdido diez años atrás a su marido y compañero. Nos habíamos vuelto tan cercanas que hasta el punto de contarme toda su historia romántica habíamos llegado. Yo no era precisamente una chica enamorada de la vida y que suspirara cada dos por tres, pero respetaba a Lara, y pagarle con mi escucha era mi única manera de agradecer que me dejara estar todo el tiempo que quisiese con ella.
Pero, cuando me había resuelto a hacer mi camino hacia Lara's baúl, entró una llamada a mi celular.
- ¿Diga? -pregunté dudosa, pues un número no registrado estaba llamándome.
- ¿Gia, eres tú? -había pasado un tiempo desde que oí su voz, pero no la olvidaba.
- ¡Ariosto, primo! ¿Cómo has estado? -me llené de alegría inmediatamente.
Ariosto era hijo de una prima de mi padre, era un chico sencillo con el que había congeniado desde la primera vez, era dos años menor que yo, pero en muchas ocasiones poseía un razonamiento que me anonadaba. Aún con diecisiete años, tenía muy claro lo que quería ser y hacer y cómo realizar todo lo que se proponía. Era una persona noble y, como la mayoría en mi familia, era de apariencia agradable: alto, pícaro, atlético.
-Conseguí tu número indagando un poco, espero que no te moleste...
-Desde luego que no, qué cosas dices. Pero, ¿puedo saber el motivo de la llamada? -estaba sonriendo auténticamente, conversar con este niño, que era como yo veía a mi primo, era una experiencia que llenaba mi corazón de júbilo.
Ariosto carraspeó, y alcancé a percibir un poco de incomodidad y vergüenza en el gesto. No había que ponerse alerta, claro que no, pero el cuerpo y mente se predisponen y no hay inhalación profunda que lo haga cambiar.
-De acuerdo, pero no grites -me aconsejó. Me quedé perpleja y fruncí el ceño, ¿qué era ahora?
- ¿Hola, sigues ahí, Ariosto? -¡Me había colgado! Pero qué maleducado...
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Por ser humana©✓
RomanceHay cosas que nunca van a cambiar, las clases sociales es una de ellas, y Gianna Fuentes eso lo tiene muy presente. Cuando conoce a León Cal y Mayor no se le pasa por la cabeza que sea sobrino del gobernador de su cuidad, ni mucho menos que su famil...