En el cielo nubes grises se notaban mal dibujadas, parecían a punto de explotar, un cielo nublado, justo igual al que dentro de mí se formó y no me permitía escapar. Centellas florecían en el paisaje borroso, la ventisca fría soplaba en mi rostro.
El invierno aún no terminaba y en mi corazón el hielo formó una barrera de escarcha.
Me abracé a mí mismo, rodeando con mis brazos los pedazos rotos de un espíritu herido. Había estado caminando por horas sin detenerme, mis pies me dolían, de alguna manera me distraían del agujero que en mi corazón tomaba más profundidad. No podía pensar claramente, ese desgarre se volvía más fuerte mientras avanzaba.
No podía sentirme más decepcionado, más humillado.
Todo se concentraba encima, continuaba buscando la respuesta, ya no podía llorar porque no tenía cómo. Estaba seco. Cansado de mi lamento, mis párpados pesaban, se hundían, se hinchaban.
El aire frío cruzó por mi cuerpo, posándose en mi piel como un beso gélido.
Pensé en la navaja dentro del departamento, escondida en el último cajón de una cómoda, reluciente y tan perdida como su dueño. La intención era esa, llegar, cortar, olvidar. Aliviar con el dolor, lo que en ese momento me tenía a punto de claudicar.
Pero debía quererme sobre todas las cosas.
No estaba dispuesto a cometer un error más por mi debilidad emocional, por la falta de respeto que le tenía a mi persona. En su momento cortarme resultó favorecedor como una distracción, pero no aliviaba el sufrimiento, no podía curar lo que en el interior estaba roto. Era una excusa, un pretexto para olvidarse de todo, para centrarse en la nada. Un método que en realidad no ayudaba.
Éramos nosotros mismos, en esencia, lo único que podía acabar con el miedo.
Me levantaría como antes no lo hice, y forjaría una armadura de hierro, un corazón de metal. Demostraría que el dolor podía ser mi mejor aliado, y la tristeza un disfraz que, tras una larga velada, me podría quitar. Esa era la única manera de acabar con el odio, levantarse y demostrar que el amor propio revivía de la ceniza, preparado para liberar.
Que amar resultó ser la única manera de sanar.
Avancé por las calles agrietadas, el susurro del viento golpeaba mi cabello rizado, moviéndolo hacia atrás y hacia adelante, mofándose como en un juego de niños. Todo era una mierda porque lo pensaba de esa manera, todo iría mejor si me volvía positivo, si hacía del sufrimiento una experiencia más. No necesitaba de nadie si me tenía.
Orgulloso estaría de ser quien era.
Mis alas eran libres, creería entonces en mi fuerza.
Detuve mi andar cuando vi mi reflejo en las puertas metálicas de un edificio.
Un chico destrozado me devolvió una sonrisa, y no pude reconocerlo, lo veía y me negaba a creerlo.
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Más allá de tu mirada
RomanceUna mirada es suficiente para demostrar amor, escondido en la sombra del prejuicio. Este gesto encierra eternidades; algunas escondidas y otras más libres. Byron sabía perfectamente que enamorarse no era un juego, esperaba a su otra mitad con e...