16. El especial de Navidad

91 20 9
                                    

Una niña pequeña, de no más de cuatro años, le sonreía. Sus ojos brillaban verde marino, su cabello castaño estaba revuelto, y en sus mejillas se dibujaban hoyuelos.

—Ven a juga, papi —le decía sin pronunciar bien las palabras. Le faltaba un diente incisivo. Corrió hacia él y su vestido verde y blanco se agitó. En cuestión de segundos, se abrazaba a las piernas de Satanás y él no dudó en alzarla a sus brazos.

—Está bien, cariño, vamos a ver si mamá se nos une, ¿vale? —le preguntó, y avanzó hacia el salón. Había alguien en el sofá, rodeado de juguetes infantiles. Pero cuando Satán se acercó, descubrió que no se trataba de Laura. Era tan solo una sombra, pero reconoció con horror los ojos esmeraldas de Miguel.

—Te dijimos que no podrías tenerlos aquí, hermano —soltó, su voz fría y dura.

Sintió como un escalofrío le helaba la piel.

— ¡No puedes llevártelas! ¡Es mi familia!

—Nosotros también lo éramos.

Aterrorizado, sintió como un peso le abandonaba los brazos y al mirar abajo, los encontró vacíos. La niña se había ido.

Una campana retumbó en sus oídos. El suelo tembló, las paredes se sacudieron. Otro campanazo sonó. Entonces, una luz lo cegó y todo se volvió blanco.

Satanás se sacudió y abrió los ojos. Alguien estaba llamando al timbre. Se removió en la cama y alargó el brazo, pero encontró el lugar junto a él vació.

— ¿Laura? —Preguntó, repentinamente despierto. Se alzó de la cama y buscó a su alrededor. El cuarto estaba vacío. Sin embargo, no tardó en reconocer los cantares desafinados de su pareja. Estaba en la ducha. Con un suspiro, se enfundó en sus calzoncillos y se dirigió hacia la puerta. No sabía cuál de sus hermanos había tenido la brillante idea de aparecerse por su casa tan temprano, pero se aseguraría de que no volviese a tener ocurrencias semejantes, jamás. Abrió la puerta con demasiada fuerza y se quedó sorprendido cuando se encontró con una humana, con la mejor amiga de su mujer para ser exactos, Irene. Vestía un vestido verde oscuro, elegante y corto que mostraba sus larguísimas piernas de modelo. Estaba maquillada y habría parecido la imagen perfecta para un catálogo navideño, de no ser por su boca abierta y la manera que recorría a Satán con la vista. Él siguió su mirada y se percató de que estaba semidesnudo. Sus calzoncillos grises no ocultaban mucho, especialmente con la tienda de campaña que se dibujaba en ellos desde que se los había puesto.

—Es un efecto matutino —exclamó, se dio la vuelta y, sin mirar atrás huyó hasta su cuarto. No estaba preparado para enfrentarse a los amigos de Laura. Con ellos tenía que ser amable y buena persona, y ese era un esfuerzo al que no estaba acostumbrado. La escuchó aún en la ducha, su voz desentonada tratando de recordar la letra de "All I want for Christmas". Pensó que necesitaba ayuda, de modo que se desnudó por completo y entró en el baño. Laura pegó un pequeño brinco cuando la abrazó por detrás. Pero luego soltó la suave risa que a él tanto le gustaba.

—Irene acaba de llegar —le susurró junto a su oído—. No me dijiste que vendrían tan temprano.

Ella se volvió, el pelo enjabonado señalando en todas direcciones y la barriga gigantesca dificultando el abrazo.

—Me va a ayudar con la organización de la fiesta.

Satán no pudo evitar una mueca. Aunque estaba encantado de ver a su mujer feliz, la idea de que le estuviera organizando una fiesta de navidad sorpresa no le alegraba precisamente.

—Todavía estamos a tiempo de escabullirnos, ¿sabes? —Le ofreció—. Puedo llevarte a cualquier parte del mundo, podemos olvidarnos de esto...

Laura le sonrió y le beso. El agua cayó por su cara y sintió un leve sabor a jabón, pero no le importó. La acarició y acercó más. No se había dado cuenta hasta el momento de lo mucho que necesitaba aquello. Tenía miedo, probablemente a causa de sus repetidas pesadillas. Miedo por su hija que nacería cualquier día de aquellos, miedo por Laura y que la alejaran de él. Si pudiera, se la llevaría lejos y se esconderían en algún lugar donde nadie pudiera encontrarlos. Pero un sitio así no existía. Dios lo veía y sabía todo.

—No hace falta que me estrangules —mustió ella, su voz ahogada bajo el agua. Se apresuró a suavizar su abrazo y la miró preocupado.

—¡Ei! No pongas esa cara. No tenemos que celebrar las navidades si no quieres. Tampoco es nada religioso en realidad, tú mismo dijiste que Jesús no nació en diciembre.

—No es eso —contestó y no hicieron falta más palabras. Laura puso sus manos a ambos lados de su rostro y le obligó a bajar la vista. Le sonrió, sus ojos brillando alegres y valientes.

—Nadie te alejará de mí, Stan. Si alguien intenta llevarme al cielo, juro que montaré sindicatos y rebeliones mil veces peores a las que tenéis aquí, hasta que no les quede más opción que echarme.

Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. Empujó sus temores lejos y se obligó a apartarse de ella.

—Bueno —dijo—, quizá sea mejor que no dejemos a Irene esperando. Luzz y mis hijos pueden aparecer en cualquier momento, y no creo que esté preparada para conocer a tantos demonios de pronto.

Dejo que las dos mujeres se marcharan al piso de arriba, donde se hallaba el salón de ceremonias y donde la fiesta sorpresa tendría lugar. Él se ocultó en su despacho y se dispuso a ver South Park. Debería estar atendiendo al trabajo, en realidad. Las vacaciones de navidad eran de las más activas en el infierno. Atentados terroristas, suicidios depresivos, accidentes automovilísticos, muertes por hambruna y frío... Pero supuso que podía hacer ambas cosas al mismo tiempo. Firmó un documento tras otro sin molestarse en leer gran cosa, organizó la quema de cartas de Santa Claus, cansado de que ningún elfo apareciese nunca para recogerlas, y atendió varias llamadas de sus principales generales mientras seguía viendo capítulos. No podía evitar morirse de risa cada vez que el diablo de South Park aparecía. Jugaba con la idea de aparecerse delante de los creadores un día próximo y explicarles por qué no tenía una relación sentimental con Saddam Hussein. Aunque era probable que, si esperase el tiempo suficiente, no fuera necesario que subiese a verlos. Matt Stone y Trey Parker acabarían en el infierno tarde o temprano.

Su puerta se abrió, pero no había nadie. Tuvo que levantarse para ver al niño pequeño que acababa de entrar.

—Hola —dijo el chico, sus ojos apenas visibles por debajo de una gran mata de pelo. Vestía un jersey rojo con un gran árbol de navidad en el centro y cargaba con una gran bolsa.

—Hola —replicó Satanás algo confuso—. ¿No serás el fantasma de las navidades pasadas? Porque realmente hoy no estoy de humor.

El niño giró la cabeza y le observó como si estuviera loco. De acuerdo, tal vez lo estaba, pero después de más de cuatro billones de años de existencia, uno tenía derecho a enloquecer un poco.

—Tú eres raro —afirmó el pequeño.

Él no estaba acostumbrado a tratar con niños. Sus hijos se habían criado con sus respectivas madres, habían pasado la adolescencia en salas de tortura y habían crecido sanos y malvados.

—Es posible. Freud dijo que tenía complejo de Edipo, aunque nunca he tenido madre, así que no entiendo como...

—Toma —le interrumpió el crío, ofreciéndole un sombrero de Papa Noel que había sacado de su gran bolsa. Luego volvió a desaparecer por la puerta, sin prestar más atención a Satanás.

Un nuevo golpe sonó. Lucifer apareció en la entrada, de sus cabellos rubios sobresalía una cornamenta de reno falsa, decorada con cascabeles, que tintineaban cuando entró en la habitación.

— ¿A ti también te ha atrapado el renacuajo? —Le preguntó, señalando el gorro que Satán seguía sosteniendo en sus manos—. Se supone que tienes que ponértelo, querido Santa.

Y esto es todo por hoy, porque no me da tiempo a más. Mañana tendréis una segunda parte más larga. ¡Feliz navidad a todos y que Satán os traiga todo lo que pedisteis! 

Ángeles, demonios y otros seres de pesadillas (reeditando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora