24. Soledad eterna

64 17 13
                                    

Cuando la visita al infierno había acabado, los gemelos habían tenido un aspecto horrible. Alexa apenas había sido capaz de caminar, cegada por las lágrimas y demasiado concentrada en detener sus arcadas y sollozos. Alejandro no había tenido mucho mejor aspecto. Pálido, sudoroso y tambaleante había ayudado a su hermana a avanzar hasta el portal. Lucifer había querido ayudarles, había sentido la necesidad de ayudarles. Había querido abrazarles y asegurarles que el infierno no era tan terrible, que ellos solo habían visto la peor parte, que podían ser felices allí abajo. Había querido borrar las lágrimas de Alexa o como mínimo entregarle un pañuelo, ofrecerle un desodorante a Alejandro y reírse con él. En lugar de eso, había mantenido las manos ocultas en los bolsillos del impermeable manchado de sangre.

Cuando Alexa había cruzado el portal, su hermano se había vuelto hacía Lucifer y había preguntado:

— ¿Por qué has hecho esto?

El demonio había negado con la cabeza, incapaz de comprender a que se refería.

—Solo os he enseñado el infierno, para que veáis lo que os espera si incumplís las leyes de Dios.

—Eso es mentira —había asegurado Alejandro, aunque no había parecido del todo convencido—. Yo hable con tu hermano en el cine, sé cómo es el infierno, y no es así. ¿Por qué nos has hecho esto? Creía que te caíamos bien.

Solo al percatarse de que no iba a recibir respuesta se había marchado el humano, dejando a Lucifer solo con sus demonios.

* * *

Luzz se ajustó la corbata roja y se contempló en el espejo. Se había afeitado y como buen diablo, su rostro no reflejaba los malos hábitos de las últimas semanas. El único efecto permanente era un leve dolor de cabeza y un vacío constante en la boca del estómago. Pero sabía que eso no se debía al alcohol del día de reyes, ni a la excesiva cantidad de analgésicos de los últimos días, ni al disparó que se había pegado en año nuevo para quitarse la migraña. Colocó un pañuelo rojo, a juego con su corbata, en el bolsillo izquierdo de su pecho. A juego con su corazón sangrante, pensó en un ataque de poesía. Un mes había pasado desde su desintoxicación. Un mes de estabilizar el gobierno, delegar funciones y comenzar la búsqueda del misterioso envenenador. Ahora estaba listo para enfrentarse de nuevo a su misión y acabarla cuanto antes. No iba a dejar que sus emociones se interpusieran. No lo había hecho desde la batalla por los cielos, no iba a comenzar de nuevo ahora.

Loki lo miraba desde la bañera del lavabo. Se había sentado en ella, vestido, después de entrar en la sala y darle las noticias.

—Ve con cuidado allí fuera —le aconsejó—. No tomes nada que te sea ofrecido. Mantente alejado de los desconocidos.

—Sí, mamá —replicó él. Sin embargo, después de un serio cruce de miradas entre los dos, asintió reafirmando sus intenciones.

Loki no estaba en el mejor de los estados aún. Había recuperado su cordura, pero todavía sufría de alucinaciones temporales de vez en cuando. Había sido un gran acto por su parte ir a verle y darle la noticia. Sobre todo, porque por la manera en la que abrazaba sus rodillas en la bañera, acariciando con los dedos los dibujos de Thor en su pijama, estaba claro que no se sentía especialmente valeroso o seguro. Era una cosa terrible perder el dominio sobre su mente y su cuerpo, y Lucifer no se lo habría deseado ni a su peor enemigo. Claro que cuando tus peores enemigos eran tu padre y tus hermanos alejados, se hacía difícil desearles mal alguno.

Ambos se volvieron cuando escucharon la puerta del salón abrirse de un portazo. Antes de que Exael llegara hasta el baño ya escucharon su voz alegre:

Ángeles, demonios y otros seres de pesadillas (reeditando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora