51. Los dioses del robo

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El reencuentro con su padre, aunque feliz, fue un tanto incómodo. Vivía en una gran mansión victoriana, rodeado de obras de arte y toda clase de joyas, celebrando todos los días alguna cosa diferente con sus viejos amigos y su familia. Aun así, Alexa no podía dejar de pensar que, a pesar de la obvia alegría de verla, su padre en realidad no estaba mostrando sus verdaderas emociones. No, en realidad, veía su sonrisa tan exagerada igual que la de todas las demás almas drogadas que se había encontrado desde su llegada. Antonino se había ido con el barco del capitán Garfio de regreso a la fiesta. Así, ella y Gabriel eran los únicos presentes cuando su padre explicó que Alejandro había marchado en pos de Jesús. Gabriel se sabía la dirección, naturalmente, y ya estaban a punto de marcharse cuando Alexa se sintió obligada a avisar a su padre. No podía dejar que viviera en una mentira. Para su sorpresa, este se limitó a encogerse de hombros con una gran sonrisa en el rostro.

—Lo sé—dijo—. Está bien. Lo he sabido desde hace varios años. Es bueno ser feliz, dar a otros y recibir de otros sin esperar nada a cambio. Todo el mundo es bueno y nadie ansia nada de los otros. ¿Quién sabe lo que haría si me deshiciera del efecto? Puede que no volviese al robo, aquí puedes tener todo lo que te propongas sin mover un dedo. Sin embargo, siempre fui un hombre inquieto, de carácter voluble. Me enfadaba demasiado... Os echaría a todos demasiado de menos y buscaría desesperadamente regresar a la tierra. Yo no soy Alex, yo no pinto nada allá abajo. Mataría a tu madre de un ataque al corazón. No, estoy mejor así, esperando feliz vuestra llegada. 

 Alexa abrazó a su padre, las lágrimas humedeciendo sus ojos.

—Te quiero, papá.

—Yo te quiero más, Alex, mi niña.

Cuando por fin se volvió hacia su compañero de viaje, este se veía turbado y un poco incómodo.

—Tal vez deberíais pasar por casa de San Pedro—les detuvo una última vez su padre antes de que se marcharan por la puerta—. Es decir, si todavía no tenéis una vía de salida asegurada, no vendría demás que le saludarais de mi parte. Es un gran portero.

Alexa regresó para darle un último beso en la mejilla. Como echaba de menos trabajar con su padre. Siempre había sabido planearlo todo con extremada antelación.

Pedro les dio la bienvenida con alegría y entusiasmo en su casa. Era un hombre de pelo blanco y larga barba, que parecía la imagen misma de Dios. Alexa casi se sintió mal por inspeccionar toda su casa y robarle todas sus llaves mientras Gabriel le distraía rememorando tiempos pasados. 

—Y a todo esto, ¿qué hace una mujer viva aquí de visita? ¿No deberíais estar mirando que son esos rumores de batalla que he escuchado?—Preguntó el hombre una hora después de su llegada, cuando Alexa ya le había quitado más llaves que espacio tenía en los bolsillos.

— ¡Tienes toda la razón!—Exclamó en una muy mala actuación, apareciendo de detrás de la cocina y levantando a Gabriel del sillón—. Debemos volver al trabajo. Solo pasábamos por aquí y quisimos pararnos a saludar.      

Prácticamente tuvo que arrastrar al arcángel a la salida mientras se despedía una y otra vez con una gran sonrisa. No fue hasta que se hallaban en un tranvía aéreo, rumbo a su siguiente objetivo, que el pelirrojo volvió a hablar:

—No puedo creerme que acabe de robarle a San Pedro—murmuró.

—Técnicamente, yo he sido la ladrona, tú solo has hecho de cómplice —intentó consolarlo ella. Gabriel hundió la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. 

—Y además eso. Creo que ha sido la actuación más horrenda que he presenciado desde la invención del teatro. Creía que tú y tu hermano erais maestros del robo.

Ángeles, demonios y otros seres de pesadillas (reeditando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora