19. Descenso a los infiernos

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Se aparecieron en el primer piso de la vieja granja. Lucifer comprobó su libreta para asegurarse que estaban en la dirección adecuada. En su mente se representó la imagen que estaba teniendo lugar en el sótano mugriento de aquella casa. Dibujó una pequeña mueca. Por mucho tiempo que pasase, no dejaba de sorprenderle las cosas de las que los humanos eran capaces sin motivo aparente. No obstante, no iba a lamentarse. Después de todo le estaban ofreciendo la oportunidad ideal para comenzar su paseo por la sala de los horrores. Indicó a los dos humanos que le acompañaran y atravesó la puerta que conducía al subsuelo.

La oscuridad comenzó a rodearlos a medida que descendían, al mismo tiempo que los gemidos y suplicas aumentaban en volumen. Hubo un tiempo, recordó, en que ese tipo de sonidos le producían escalofríos. Hacía siglos de eso, cuando todavía era un ángel del Señor y cumplía sus primeras misiones en la tierra, estas cosas le habían disgustado mucho. Pero miles de años habían pasado y ni el peor de los crímenes podía ya perturbarlo. De modo que se acercó al centro del subterráneo, dónde una tintineante bombilla iluminaba levemente a las dos figuras. A un lado, atada y de rodillas, se hallaba la víctima. Al otro un hombre mayor, de unos cincuenta años y aspecto normal sonreía con cariño. Hubiese parecido un tipo encantador si no hubiese llevado un cuchillo ensangrentado y una pistola en las manos.

— Por favor —suplicó el hombre atado—. Por favor, tengo dos hijos. No se lo diré a nadie, solo déjame marchar.

Sollozaba y lágrimas caían por sus mejillas amoratadas.

— ¿Qué es esto? —Susurró Alexa a sus espaldas. Lucifer se tuvo que recordar que los humanos no tenían la menor idea de lo que estaban haciendo allí.

—Os dije que tenía que hacer un recado antes de comenzar nuestra guía —explicó—. Parece que nos hemos aparecido con unos minutos de adelanto, pero no os preocupéis, no pueden vernos ni oírnos. Y en un ratito habrán terminado.

El hombre mayor se acercó con el cuchillo a su víctima, y rasgo la piel de su brazo derecho. La sangre manó al instante.

—Yo también tenía una familia—aseguró—. Antes de que decidieras acostarte con mi mujer.

— ¿Todo esto es por un affaire? —Preguntó Alejandro a su izquierda. Los dos gemelos se veían pálidos y enfermizos, mientras miraban inmóviles lo que sucedía.

Las gotas rojizas goteaban sobre el suelo mojado, mezclándose con el agua y la sangre de otras heridas. Sería una muerte desagradable, sin duda, pero mientras no se manchase los zapatos nuevos, todo iría bien. Tenían por delante un día muy largo, en el que tendría que usar una gran cantidad de sus habilidades, y desperdiciar sus fuerzas en limpiar su inmaculada ropa no tenía mucho sentido. Además, la sangre era tan difícil de limpiar...

— ¡Haz algo! —Le pidió de nuevo la chica cuando el torturador apuntó con su pistola.

—Eso es lo que estoy haciendo, espero a que llegue su muerte.

— ¿No vas a detenerlos?

—Eso está fuera de mi alcance. Hay ciertas normas que debemos cumplir, entre otras, no provocar ni detener la muerte de nadie con actos directos.

El torturador quitó el seguro de su arma y apuntó a la entrepierna de la víctima. No se había esperado eso. Iba a ser desagradable.

— ¿No puedes al menos hablar con ellos? —Propuso Alejandro.

Lucifer se lo pensó por unos breves instantes. Desde luego, podía hacerlo. No cambiaría nada, por supuesto, nunca lo hacía. Podía hacerlo, pero no sacaría nada útil de ello, solo perderían un poco de tiempo.

Y, aun así, se dejó ver. Se aclaró la voz para llamar la atención de los dos hombres y esperó a que la pistola apuntara en su dirección.

— ¿Quién coño eres tú? —exclamó el tipo, mientras el otro comenzaba a suplicarle entre sollozos. Luzz se sintió como un estúpido por estar haciendo aquello. Pero igualmente soltó la frase que tanto usaba en su juventud angelical.

—Soy un mensajero del señor, un ángel del cielo —comenzó, sin poder evitar el tono teatral en su voz—. Vengo a informarte que tu camino se aleja cada vez más de nuestro padre. Detén tus actos impuros y pide clemencia por tu alma de pecador.

Observó la reacción del hombre, que le miraba con la boca abierta y sin pronunciar palabra. Un sonido extraño, similar a un gorgoteo salió de su garganta y pronto se convirtió en una risa ronca y perturbada. Si su sonrisa parecía amable y bondadosa, su risa era todo lo contrario. Parecía sacada de una película de terror. Escuchó el ruido sordo del gatillo y se apresuró a desvanecer su cuerpo. Sin embargo, no fue lo suficientemente rápido. Una punzada dolorosa le alcanzó en el pecho, sintió la carne abrirse y la sangre brotar, y se tambaleó hacía atrás junto a los gemelos. Ambos se apresuraron a su lado, preguntando si estaba bien.

No lo estaba, su pecho ardía como si alguien le acabase de verter agua hirviendo, le costaba respirar, y oía un extraño gorgoteo al hacerlo. Probablemente la bala le había perforado el pulmón. Pero lo peor de todo, era que su nueva camisa negra había sido agujereada y bañada en sangre. Contó mentalmente de diez a cero mientras su cuerpo sanaba. Era una de las desgracias de caer del cielo, su estado corpóreo le hacía más vulnerable. Por suerte, sanaba deprisa.

—Ha desaparecido —escuchó decir al torturador—. ¿Crees que era algún tipo de alucinación, o he matado realmente a un ángel?

Un segundo disparó resonó mientras volvía a estabilizarse sobre sus pies, y el cuerpo atado del hombre que había estado suplicando calló a tierra y la bañó de sangre. De entre sus labios salió una pequeña luz blanquecina, como un último aliento que se disipaba en el aire. La luz se deshizo como humo, tomando forma mientras se evaporaba, convirtiéndose lentamente en una sombra tenue. Luego, la sombra destelló una vez con fuerza, y se convirtió en un hombre vestido con camiseta de fútbol y tejanos, que miraba a su alrededor confuso. Sus ojos se detuvieron al observar su reflejo en el suelo, muerto. Aquella era la única parte agradable del trabajo de parca. El momento en que las almas abandonaban sus cuerpos siempre era único y diferente. Uno podía ver como adoptaban el estado en el que habían estado más felices, escuchar sus preguntas y sus comentarios, cuando comprendían que habían fallecido. En esos breves instantes las almas se mostraban en su estado más puro, mostraban sus mayores bondades, maldades, debilidades y fuerzas. Y era siempre hermoso ver el trabajo de su padre. Trabajar como parca seguía apestando, por supuesto. No entendía como tantos ángeles y demonios disfrutaban tomando el oficio. Pero ese instante estaba bien.

— ¿Qué ha pasado? —Susurró el alma. Sus ojos se movían de un lado al otro, sin saber si detenerse en su asesino, que guardaba las herramientas de tortura mientras silbaba, o en los tres desconocidos que acababan de aparecer de la nada.

—Estás muerto, amigo. Mi nombre es Lucifer y estoy aquí para acompañarte al infierno.

El alma negó con la cabeza repetidas veces.

—No puede ser, aún no ha llegado mi hora. Está noche llevo a los niños de vacaciones. Vamos a Disneyland.

Se esforzó por ser amable, era más fácil si conseguía la aceptación sumisa del muerto. Él no era muy dado a perseguir almas.

—Lo sé —dijo—. Lo entiendo. Nunca es un buen momento. Pero así son las cosas. Y no tiene por qué ser algo malo.

Ángeles, demonios y otros seres de pesadillas (reeditando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora