Desesperación. Parte I

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Esperanza

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Esperanza. Fue esa la virtud que me había guiado hasta allí en primer lugar. El anhelo de encontrar un lugar seguro donde descansar. Donde mi joven, pero débil y maltratado cuerpo, pudiese reposar hasta la eternidad.

Hacía días que no paraba de llover. El agua helada y ácida había calado hasta lo más profundo de mis frágiles huesos.

Se hacía cada vez más difícil encontrar alimento, ya que las plantas y los animales no abundaban por aquellos sitios. No desde hacía tiempo.

El pétreo suelo me había provocado dolorosas ampollas en los pies y ya no tenía fuerzas para nada más. Así que, con la última energía que me quedaba, había logrado llegar hasta allí, al lugar que mi madre llamaba ‹‹El Santuario››. Se trataba de un ancestral tronco retorcido y hueco, pero majestuoso e imponente que, según contaban sus viejas historias, era la entrada a uno de los bosques sagrados habitados por míticas y gentiles criaturas, las cuales cuidaban de la naturaleza y, en cierto sentido, también de nosotros.

Mi madre era bella, al menos a mis ojos, aunque las cosas hermosas escaseaban en esos tiempos de hambre y miseria, en un mundo que había sido corrompido por el poder y la avaricia. Pero, aún en ese mundo marchito, mi madre sobresalía: en ella había brillo, una luz especial. Claro que esa luz, después de fallecer mi padre, no duraba mucho encendida. Había momentos en los que se apagaba. Sus rutilantes ojos de tinte dorado, como los míos, se tornaban oscuros, sin vida. No hablaba, apenas comía o bebía (aunque no había mucho que comer) y parecía sumergirse en un océano infinito hasta perderse en aquellas misteriosas aguas, tal vez en busca de algo oculto en las profundidades, para luego salir a flote y contar historias como esas. Historias de un mundo diferente al que conozco: repletas de magia, bondad, amor y esperanza.

Pero, la realidad era otra. Me encontraba sola y desamparada frente a aquel Santuario, con la esperanza de morir, esperando que aunque sea un ápice de lo mencionado en aquellas historias fuera cierto, rogando con intensidad a esas legendarias criaturas, para que me ayudaran a hacerlo con rapidez. Aunque era obvio que eso no iba a suceder, porque nada era verdad.

Dejabas de creer con solo mirar al alrededor: ruinas de edificios, transportes reducidos a chatarra —producto de las grandes guerras que azotaron al mundo quince años atrás, convirtiendo a las ciudades en desiertos, excepto por los que aun vivíamos escondidos en ellas—, escasa y rala vegetación, casi ningún animal y por si fuera poco una gélida lluvia incesante que se clavaba en la piel como esquirlas de hielo.

No, la magia no existía en el mundo. A veces me costaba trabajo imaginar que mi hogar había sido construido sobre lo que alguna vez fue una gran ciudad, con enormes monumentos, centros de arte, museos, teatros, bibliotecas... Cuando yo nací la ciudad estaba en pie, pero a mis cinco años las guerras habían comenzado y, en breve, habían acabado con todo. Después ya nadie se interesaba en el arte, ni en la literatura, por eso mi madre, cuando narraba esas historias extraordinarias, era considerada una loca. A veces pienso que quizá lo haya estado, ya que cuando tuvo la oportunidad de hacerlo no lo dudó: se hundió en los abismos de aquel océano para siempre. Nunca despertó. Me dejó sola y desprotegida, sin una luz en la oscuridad del planeta.

‹‹—Dentro del corazón humano siempre hay una chispa de luz y mientras esta se mantenga hay esperanza›› solía decir. Pero no sé si en verdad los creía, sino no se hubiese dejado morir así.

De todas formas, creo que lo mío es herencia si se lo piensa bien, porque eso era lo que estaba dispuesta a hacer. No tardaría mucho más. Casi podía sentir la paz de la ansiada muerte...

De pronto, divisé una tenue luz alzándose en la lejanía y escuché el exquisito arrullo de una melodía. Pensé que tal vez así se sentía dejar el mundo, como si te durmieras acunado por una canción de cuna. Esa idea duró un instante, ya que me di cuenta que no estaba muriendo, ni mucho menos trascendiendo a ‹‹un lugar mejor››.

Lo que veía era la luz del tren que iba a ‹‹El Refugio››— la última cuna de nuestra civilización, dominio del temido Argos— y esa melodía que oía era el susurro distorsionado, que había traído el viento, de los bocinazos que anunciaban que el tren iba a detenerse.

‹‹¿Qué los habrá hecho parar en este lugar?›› Me invadió el pánico. ‹‹¿Y si pararon por mí?››

Para muchos era mejor vivir en ‹‹El Refugio›› que terminar pereciendo en esas ruinas miserables. En cambio, para mí, era distinto. Llevaba años acostumbrada a pasar necesidades y privaciones, ingeniandomelas, junto a mi madre, para hallar alimento e incluso, después de un tiempo, ya no tuvimos que preocuparnos demasiado por ello, pues nos dimos cuenta que había un día en particular en el que era más sencillo encontrar comida: el día en que los soldados de ‹‹El Refugio›› hacían la requisa.

El tren pasaba por las ruinas en busca de personas con ciertos ‹‹dones›› o ‹‹talentos especiales›› para que formasen parte del circo privado de Argos, el soberano. Él había sido vencedor de la última gran guerra, la cual había costado miles de vidas, entre estas la de mi padre que fue reclutado, contra su voluntad, como soldado.

Mi progenitor se rehusaba a pelear, no por cobardía sino porque no soportaba la idea de dejarnos solas a mi madre y a mí y de que algo malo pudiera pasarnos en su ausencia. Éramos lo único que tenía y él significaba todo para nosotras.

Otros, en cambio, se unían al ejército de buena gana porque habían oído decir que Argos conocía la ubicación del último espacio natural que quedaba intacto en la tierra. Eso equivalía a encontrar un oasis en medio del desierto, por ende, estaban dispuestos a luchar junto a él para defenderlo. Además, estaba la promesa que les hacía a las personas que se le sumaran: la posibilidad de disfrutar, sin restricciones, tanto ellos como sus familias, de ‹‹las maravillas de aquel lugar ofrecía››. Claro que eso era así si sobrevivían. Por eso, a pesar que mi padre y su ejército ganaron la guerra, como él murió, mi madre y yo continuamos viviendo en ‹‹Las Ruinas››, casi muriéndonos de hambre.

En la actualidad me alegro que así haya sido, porque la promesa de que todos disfrutarían de los bienes y riquezas por igual era demasiado perfecta viniendo de uno de nuestra especie.

Cuando la guerra se ganó, los soldados y sus familias se fueron a vivir a ‹‹El Refugio››, mientras que los demás sobrevivientes, aquellos que no habían combatido, aferrados a la idea de tener una vida mejor, pagaron con sus pertenencias y objetos de valor un lugar allí, pero estuvieron lejos de alcanzar su sueño. Tuvieron que entregarlo ‹‹todo›› para poder permanecer.

Argos, con ayuda de su ejército, se hizo del poder y convirtió en soberano, mientras que el resto debió acatar sus órdenes, levantar el imperio y trabajar para engrandecerlo.

Tiempo después abrió las puertas a las personas con talentos especiales que quisieran integrar ‹‹El Circo›› y, por último, les dio una oportunidad a los individuos pobres que habitaban ‹‹Las Ruinas››. Estos tendrían un lugar ‹‹seguro y digno›› donde vivir, a cambio de ofrecer su vida como esclavos.

Y hete ahí otra de las razones por las cuales prefería quedarme donde estaba, porque mi fin sería ese en ‹‹El Refugio››, la esclavitud.

Místicas Criaturas. El RefugioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora