La unión. Parte II

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Nos fuimos recostando mientras nos besábamos

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Nos fuimos recostando mientras nos besábamos.

Mi beso había empezado suave y calmo, igual que el anterior, pero su boca se había salteado los preliminares y resultaba más demandante.

El fuego del deseo se había manifestado mucho más vivo, con llamas que hacían arder mis labios, cuando los suyos se posaban.

Poco a poco, Daniel se fue despojando de su ropa, desprendiendo su camisa con una mano, mientras con la otra impartía asiduas caricias en mi cuerpo, detallando mis curvas.

No tardé en imitar el gesto de quitarme mis propias prendas. Aunque solo llevaba puesto un camisón, que fue descendiendo por mi figura en cuestión de segundos, hasta quedar al abrigo de la oscuridad que nos rodeaba.

Pasé las yemas de mis dedos por su torso, delineando un abdomen torneado y firme.

Su piel era seda blanca refulgente, que destacaba entre aquellas sombras imperantes. Al menos eso no había cambiado.

—Eres perfecto —dije con voz ronca.

—Y tú hermosa—ronroneó, mordiendo mi labio inferior.

Poco después su boca se apoderó de mi cuello, trazando por aquella pendiente un sendero de húmedos besos.

››Te deseo tanto—manifestó.

—Yo...también...

El clímax me embargaba y me hacía perder la cabeza. Sentir su cuerpo plenamente sobre el mío, la presión de sus músculos sobre cada punto erógeno, provocaba que aumentara mi deseo.

Lo acaricié con más ímpetu, jalando sus cabellos, hundiendo mis dedos en aquel manto ónix, para luego bajar hacia sus anchos hombros y empezar a recorrer sus brazos enérgicos.

Él también me acariciaba con vehemencia, propinando un masaje estimulante en mis pechos, que provocaba que mi volviera fuego y agua al mismo tiempo.

No pasó mucho hasta que nuestros cuerpos se fundieron de manera plena y en ese momento hubiese deseado un poco más de gentileza de su parte.

Sus estocadas eran bruscas y sus envestidas exigentes. Mis manos exploraban su espalda, presionando y rasgando su piel con mis uñas, para alivianar la tensión provocada.

Aquello parecía estimularlo, pues una vez más iniciaba el ciclo con mayor ahínco.

Minutos más tarde nos azotó una explosión compartida, y fue aquel fresco elixir el responsable de consumir nuestros fuegos.

Ambos seguimos conectados un momento, en el que nuestras manos aún reclamaban posesión sobre el otro.

Y fue en ese gesto, en los trazos impartidos por su espalda, que me di cuenta que las marcas ya no estaban.

Daniel percibió que algo pasaba, pues se incorporó buscando mi rostro en la penumbra.

—¿Te sientes bien, mi adorada ?

Por vez primera reflexioné sobre esas palabras. Aunque era un apodo afectuoso, él nunca me había llamado así.

Nuestras miradas se ataron, justo cuando los rayos lunares alcanzaban la cama.

Entonces lo vi, con total claridad, y advertí con horror que sus ojos no eran de aquel color zafiro que tanto amaba. Esos orbes que me habían parecido dos océanos, que habían sido portales de luz, espejos de agua clara donde se reflejaban sus emociones, habían cambiado.

¡Aquel hombre no era Daniel!

Intenté gritar y sentí el peso de su cuerpo ciñéndose sobre mí una vez más, y su mano cubriendo mi boca, sofocándome.

Me removí nerviosa, forcejeando, pero era inútil, no tenía la suficiente fuerza para quitármelo de encima.

Poco a poco, noté que me hundía en ese lecho, sofocada, mientras a mí alrededor retornaba la más profunda y cerrada oscuridad y las sombras, como siempre, me reclamaban. 

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