Revelación.

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Habían  transcurrido días desde mi cautiverio, los cuales me había limitado a dormir, bañarme de manera frecuente (porque al parecer la suciedad de años no se quitaba a la primera) y alimentarme

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Habían transcurrido días desde mi cautiverio, los cuales me había limitado a dormir, bañarme de manera frecuente (porque al parecer la suciedad de años no se quitaba a la primera) y alimentarme.

El vagón-celda no era la gran cosa, aunque lucía mejor que muchos sitios de ‹‹Las Ruinas››, aun cuando se trataba de una prisión. Tenía un cómodo catre para dormir y un pequeño cuarto de baño, donde nos obligaban a asearnos a diario. ¡Todo un acontecimiento! No es que no me gustase estar limpia, pero el agua era un recurso escaso y la poca que había, la semi-potable, la utilizábamos para beber.

También recibíamos tres comidas a diario. ¡Mi estómago estaba agradecido!

Daniel apenas comía o ‹‹hacía algo››. Sabía de su existencia porque estábamos obligados a compartir una celda. Desde aquel evento con Darius ya no había vuelto a hablar. Se la pasaba acostado y no es que no pudiera moverse, ya que nuestros carceleros se habían dado cuenta que no representamos ningún peligro real, así que nos habían quitado los grilletes y las cadenas.

Esa es otra cosa que hacía: paseaba por mi celda y miraba por la ventanilla, de vidrios polvorientos, paisajes que no eran muy distintos a los de mi hogar.

Atravesamos varias ciudades destrozadas en los siguientes días de mi cautiverio. En cada una de ellas el tren se detenía, los soldados descendían y hacían lo de siempre: revisaban las ruinas en busca de ‹‹nuevos tesoros››. No había mucho: calles despojadas y rotas, con cráteres del tamaño de autobuses, allí donde habían caído las bombas, ladrillos carbonizados, recuerdos oscuros de lo que alguna vez fueron imponentes edificios, rala vegetación creciendo entre la dura y agrietada piedra, furtivos animalillos que se escabullían al oír el sonido del tren, alguno que otro pozo de agua contaminado o seco, ruinas y más ruinas, en fin.

Un día los soldados hicieron un ‹‹gran hallazgo››. No muy lejos del campamento que habían montado se oyeron los acordes de una hermosa melodía. De inmediato un grupo se dio a la tarea de seguir aquel sendero musical. Poco después los hombres aparecieron con el premio mayor: una joven delgada y sucia (lo usual). Sin embargo, pese al estado superficial de deterioro, se podían distinguir atractivas facciones y, mejor aún, una gran destreza. Así que no me extrañó cuando Darius enunció:

—Un talento más para engrandecer nuestro Circo.

Había confirmado a estas alturas que Darius era el que mandaba y que seguía en jerarquía Marco, que era tan despreciable como aquel. Un poco menos temperamental, pero más cínico. Ambos habían mirado con ojos codiciosos a la muchacha y sabía que más de uno hubiese deseado tenerla como esclava personal. Por fortuna ella tenía otro fin.

El pánico me invadió y el deseo de saltar del tren se apoderó de mí, cuando la revelación se me presentó: yo estaba en el lugar de esa joven.

Intenté salir por una de las ventanas del tren, pero fue inútil. Podía estar delgada, por las rejas apenas si cabía mi cabeza.

Me golpeé contra el barral, frustrada. ¡Cómo si el dolor fuera a borrar esas imágenes tormentosas de mi mente! Eso sí que era absurdo.

Fue en ese instante cuando volví a oír su voz.

–¿Qué intentas hacer, matarte nuevamente? ¿Acaso voy a pasarme la vida salvándote? —se quedó el ‹‹chico-ángel››

‹‹¿Entonces fue él quien cortó la liana? El demente al que supuestamente le habían robado las alas.››

Lo miré fijo. Los ojos me ardían de pura rabia. ¡Al fin había encontrado al culpable de varias de mis desgracias! Un sentimiento oscuro se forjó dentro de mí y, motivada por aquellas emociones primarias, hice lo más lógico que mi estado de locura momentánea me permitía hacer: lo envestí y comencé a golpearlo.

—¡Fuiste tú!—lo increpé, mientras le propinaba algunos golpes en sus costillas.

–¡Cálmate loca!—¡Ahora la chiflada soy yo! ¡Genial!—. ¡No es necesario que te lances tan desesperadamente sobre mí! Con unas simples gracias es suficiente— añadió.

Encima tenía que agradecerle. ¡Era el colmo! Por su culpa me habían apresado y querían esclavizarme.

Una nueva oleada de furia me embargó e intenté herirlo más fuerte, acertando reiterados puñetazos en su pecho compacto. Poco tardé en darme cuenta que estaba haciendo el ridículo. Él permanecía inmutable, peor aún, era invulnerable. ¡No le había hecho ni cosquillas al muy cretino! Pero si no podía hacerle daño físico, entonces tendría que atenerse de oírme:

—¿Quién rayos te dio derecho de cortar la horca?—solté enardecida—. ¡Por tu culpa seré una esclava! ¿Eso debo agradecerte? ¡Más bien te odio por lo que me has hecho!

Dicho eso, me di cuenta que había logrado mi propósito. El angelical rostro de Daniel se transformó. Su expresión se endureció y su tono se volvió mordaz.

—¡Solo intentaba evitar que cometieras una estupidez, niña insensata!—Me tomó por ambos brazos con firmeza. En sus ojos una llamarada azul comenzó a gestarse desvirtuando la imagen de un cielo apacible.

Contuve el aliento, estupefacta ante la tempestad que tenía en frente.

Al cabo de unos instantes me soltó (como si se hubiese percatado de lo que había hecho) y cerró sus ojos, mientras un hondo suspiro se escapaba de sus labios. Al abrir los parpados, el fuego de su mirada se había consumido. Murmuró por lo bajo una disculpa y finalmente me dio la espalda, volviendo a su letargo.

Seguía atónita frente a su reacción, pero también empezaba a sentirme indispuesta por mis actos. Aunque mi naturaleza lo justificaba en cierto modo. Esto era después de todo: una humana capaz de sembrar destrucción con tan solo decir unas palabras. Y a pesar de eso quería enmendarlo, disculparme, porque en cierta forma el joven solo había intentado ayudarme. Lo más seguro es que no había pensado en las consecuencias. Además él también las estaba sufriendo. Los dos teníamos destinos trágicos.

—Daniel, discúlpame. Soy una insensata—reconocí— y una egoísta también. Tú intentaste salvar mi vida. No tenías por qué saber que teníamos reservado un destino peor que la muerte.

El chico no respondió y apenas me dirigió una vaga mirada.

De nuevo sentí algo de rabia. Mi temperamento salvaje, efusivo, explosivo, me dominaba.

‹‹¡Encima que intento disculparme me ignora!›› Pensé con resquemor.

Me di la vuelta y me tumbé en mi propio camastro a escrutar la nada y a compartir su silencio, mientras las huellas de sus dedos, aquellas que habían quedado impresas a fuego en mi piel, iban desapareciendo.

Místicas Criaturas. El RefugioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora