3. Destozando la calma

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Desperté desorientada.

Miré  el techo blanco y de inmediato me alarmé. Solo bastaron varios segundos para notar mi mano apresada en otros dedos calientes. Abrí los ojos con alarma.

¿Quién me estaba sujetando?

¿Qué había pasado?

Clavé mi mirada en el montón de cabellos negros que reposaban sobre la camilla que por estos momentos era mi lecho. Necesité solo un par de segundos más para reconocer esa cabellera sedosa y rebelde que se desperdigaba entre la inmaculada sabana blanca.

Divagué un poco más. ¿Qué hacía en esta habitación? ¿Qué me había pasado? ¿Qué hacía Matías aquí?  

No recordaba. Era frustrante.

Estrujé mis sesos en un intento por recordar como había terminado en esta situación, pero todo era una gran laguna. Era horrible e increíblemente molesto no recordar algún detalle importante de tu vida. Y era mucho más frustrante si ese momento te había mandado a una cama de hospital.

Escuché el sonido de la puerta al abrirme y giré el rostro hacia ella. Una figura femenina asomó la cabeza por el espacio libre, y al encontrarse con mi mirada me regaló una timida y pequeña sonrisa.

¡Por fin un rostro conocido!

Le respondí con otra sonrisa.

––Por fin despiertas ––dijo mientras avanzaba––. Estábamos preocupados.

Me coloqué un dedo en los labios  y le hice señas para que bajara la voz. Miró a Matías y asintió.

Por varios segundos pude ver el ansia y las ganas brillar en su mirada. No pude evitar encrisparme como un gato a punto de ser lanzado al agua al presenciar su ––nada disimulado––, interés en mi novio.

Moví mi mano frente a sus ojos ––o al menos lo que podía desde mi cama––, y la miré con los labios fruncidos. Carla parpadeó y de inmediato su mirada recayó en el suelo, con sus mejillas luciendo un ligero rubor.

––Lo siento ––enarqué una ceja, definitivamente ya no estaba tan feliz de verla––. Sigo pensando que está buenísimo. ¿Cómo hiciste para conquistarlo?

Vamos, Nati, respira.

Era difícil luchar con los instintos femeninos, esos que me gritaban y hacían retumbar mi pecho con consignias de guerra hacia la muchacha que estaba de pie frente a mí. Era difícil mantener sellados mis labios y no gritar el “Es mío perra”, que pujaba por salir.

––Encanto natural ––escupí con una sonrisa falsa––, ya no me lo mires mucho que me lo desgastas.

Y en un acto puramente infantil, estúpido y posesivo, tapé el rostro de Matías con las manos. Me frustró no tener suficientes como para ocultar cada sector donde se pudiera ver la tersura de su piel y se intuyera el trabajo en los musculos.

Es mío.

Carla suspiró.

––Bueno... me tendré que seguir conformando con ser atacada por pervertidos barrigones y bigotudos.

Arrugué la nariz.

––Asco.

¡Cuanta suerte tenía yo!

Sacudí la cabeza y recordé lo que de verdad impotaba.

––¿Qué pasó? ¿Por qué estoy aquí?

Escuché la voz antes de que el sonido de la puerta al abrirse me advirtiera de alguna presencia.

––Si los borrachos y las prostitutas tuvieran tu misma idea de dormirse en las puertas del hospital, tendríamos esto plagado.

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