Prólogo

16.9K 1.4K 47
                                    

Varios siglos antes

Kyan se iba. Cerró los ojos e intentó negar la realidad que tenía frente a ella. Se iba. La abandonaba... o así era como se sentía. ¿Cómo podía pasarles eso, justamente en aquel momento de sus vidas? Tan poco tiempo juntos... tantos recuerdos que ya no serían...

¡No! Tantos recuerdos que tendrían que esperar.

–Adriana, estaremos bien –aseguró Kyan con una sonrisa leve.

–Yo no... –se silenció. ¿Para qué serviría protestar? Ni ella, ni él, ni nadie podrían hacer nada– si tan solo pudiera...

–¿Qué cosa? –preguntó. Adriana negó– vamos, dímelo.

–Quiero que me prometas que volverás a mí –rogó. Él la miró con gravedad– promételo.

–Pero...

–Es la única manera. Necesito que prometas que pase lo que pase, volverás a mí.

–Volveré a ti –prometió con solemnidad.

–No importa el tiempo ni la distancia, volverás.

–Volveré –repitió– siempre volvería a ti.

–Te creo –susurró Adriana y lo besó lentamente– siempre lo haré.

Volvieron a besarse con desesperación, inusitada ansiedad que se vio reemplazada por el vacío que él dejó al partir. La guerra lo aguardaba en algún lugar lejano y ella intentó permanecer fuerte, con la frente en alto mientras Kyan partía. Frío... un intenso frío le atenazó el corazón. Y lo estrujó hasta romperlo, lenta y dolorosamente.

¿Quién imaginaría que lo reclamarían tan pronto? Ni un año de matrimonio... Kyan...

Lágrimas silenciosas mojaron las mejillas de Adriana y cerró los ojos con fuerza, una vez que su alta figura desapareció en el horizonte. ¿Podría ser fuerte? ¿Lo era?

Los días transcurrieron lentamente y Adriana intentó retomar su lugar en el poblado. Tejía y se levantaba temprano, como de costumbre. Ayudaba con los niños y cuidaba a los ancianos con las otras jóvenes mujeres, quienes también añoraban el regreso de sus esposos o sus hijos. La guerra lo cubría todo con un manto de incertidumbre y desdicha a su paso.

Faltaba una semana para que se cumpliera un año de la partida de Kyan y Adriana miraba por la ventana, al horizonte, el punto exacto por el que lo había contemplado por última vez. Kyan... necesitaba volver a casa pronto.

Caminó hacia el lugar en que se habían conocido, donde tenían sus citas y donde se habían jurado amor eterno. Acarició el arroyo que corría, sumergiendo sus dedos en el agua fría. Cerró los ojos y le pareció que lo miraba venir a ella, con una leve sonrisa que transformaba su rostro de marcadas facciones y aquellos ojos azules oscuros que se derretían como el hielo al contemplarla.

–Kyan... vuelve... –susurró Adriana y sintió dos gruesas lágrimas bajar por sus mejillas– por favor, te necesito...

Se secó las mejillas con el dorso de la mano y suspiró, intentando mantenerse firme. Él volvería. Él no podía no volver.

–¿Sabes cuánto te amo? –murmuró Adriana observando el camino que atravesaba el poblado y lo recorrió lentamente– de aquí hasta llegar al final del camino y de vuelta... apenas habrás notado el inicio de la inmensidad de mi amor por ti.

Las palabras quedaban impregnadas de recuerdos. Tantos días a su lado. Eran tan jóvenes. Tanto...

–¿Adriana? –escuchó a sus espaldas y giró. Por primera vez notó el revuelo que había en la población.

–¿Sí? –inquirió con un hilo de voz a la mujer que se había acercado. Ella le señaló hacia la multitud que estaba en la plaza– han vuelto.

–Sí –confirmó la mujer pero Adriana ya no la escuchó. ¡Kyan estaba de vuelta!

Adriana se abrió paso y observó los rostros desconocidos, con ligeros rastros familiares. La guerra hacía estragos en las personas. Continuó buscando con ahínco, al borde de la ansiedad.

–Adriana –la voz de su madre la detuvo al instante. Giró hacia ella y vio lágrimas en sus ojos– Adriana –repitió.

–¿Mamá? ¿Qué sucede? –su padre también había marchado a la guerra. ¿Acaso no había vuelto?– ¿Papá?

–Él está descansando. Fue herido en la pierna y debe recuperarse.

–Oh, me había asustado tanto que... –su voz se perdió en mitad de la nada que se cernió sobre ella al comprender lo que nadie decía pero era evidente. Todos los que habían vuelto estaban ahí, excepto los que se habían retirado a descansar. Kyan...

–¡Hija, espera! –insistió su mamá pero Adriana corrió hasta la casa, buscó por cada rincón, con la esperanza de encontrar el indicio que le mostraría que sus más grandes temores no se habían hecho realidad.

–¡No, Kyan, no! –Adriana cerró la puerta y se apartó del abrazo consolador de su madre– ¡no, no puede ser!

Adriana sintió como lágrimas le cegaban al recorrer la familiar pradera que se extendía detrás de la casa. El arroyo con su murmullo suave no hizo nada para apaciguar su espíritu agotado. No había nada... hasta el dolor parecía abrumador.

–Dijiste que volverías... –murmuró Adriana y luego gritó– ¡lo prometiste! ¡Prometiste que siempre volverías a mí! ¡¡Kyan!!

Se dejó caer en la orilla, abrazando su cuerpo y llorando con fuerza, a gritos... hasta que ya no escuchó nada más. Hasta que se perdió en sí misma.

Marcas del ayer (Sforza #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora