Vanidad de vanidades

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"Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad (Eclesiastés 1:2).

Salomón, una especie de combinación de todos los premios nobel juntos escribió esta frase: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad". ¿Es esta la apreciación de un hombre deprimido, o la reflexión de un sabio colocando todas las cosas en perspectiva? En realidad, la mayoría de los estudiosos coinciden que Salomón era muy objetivo al escribir esto. Había tenido todo lo que alguien hubiera podido desear: posición, poder, dinero, éxito, pero nada le dio satisfacción. Su discurso es un lamento que nace de un corazón decepcionado. No encontró donde creía que habría y la frustración le carcomía el alma. Toda una vida intentando satisfacer su necesidad de plenitud y bienestar, para darse cuenta que todo había sido una pérdida de tiempo. Todo se disipa y nada puedes llevarte tras la muerte. ¿De qué ha servido todo entonces? ¿Para qué hacer y obtener? Después de todo, la vida humana es como un breve suspiro, nada más.

La reflexión salomónica le condujo a mirar a la eternidad, pues si esta vida presente no ofrece respuestas, quizás es porque se está buscando en el lugar equivocado. La conclusión del Predicador es: "El fin de todo el discurso oído es éste: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre" (Eclesiastés 12:13). Nada que podamos procurar y conseguir "debajo del sol" le dará sentido a la vida, solo en Dios se puede encontrar tal ventura. Esto no quiere decir que las buenas cosas de esta vida sean perniciosas, en realidad el peligro está en sustituir por buenas cosas a Aquel que las da. Ponderar el regalo por encima del que lo otorga nos deshumaniza, nos reduce a algo para lo que no fuimos creados, nos convierte en oportunistas consiguiendo lo que necesitamos y haciendo de Dios un mero ser utilitario.

Es asombroso lo que podemos llegar a hacer para solapar esa necesidad infinita que tenemos de Dios. Nos escondemos como el niño que cree que, al taparse los ojos nadie lo ve. Compramos cosas que no necesitamos por atisbar una felicidad que se antoja escurridiza. El inodoro del finado J.D. Salinger fue vendido por la compañía The Vault of Forsyth por la friolera cantidad de un millón de dólares. ¿Quién despilfarraría el dinero así? La gente busca comprar lo que no se vende y su deseo le hace una jugarreta conduciéndolo a una estafa de los sentidos. Es la conspiración de la humanidad caída que habita en nosotros, la confabulación de la sensualidad para vendernos hojalata, ocultándonos al Dador de tesoros. Como en El Extranjero de Albert Camus somos extraños para nosotros mismos y para la sociedad. Ya nada nos impresiona, todo es absurdo y aburrido. Se invierte mucho para al final no obtener lo que se desea.

¿Qué tal si leyéramos el libro de Eclesiastés empezando por el final?: "Teme a Dios y guarda sus mandamientos". Nos evitaríamos muchas cuentas del psicoanalista, y desterraríamos de una vez esa sensación omnipresente de insatisfacción que sojuzga nuestro espíritu. Cualquiera puede ser víctima del alocado proceder salomónico. ¿Acaso los gálatas no habían comenzado por el Espíritu y habían acabado por la carne? (Gálatas 3:3). La historia se repite una y otra vez cuando ignoramos las reglas. No importa si eres un rey de Israel, o si eres miembro de una iglesia legalista en Asia Menor. Si perdemos el rumbo, solo nosotros seremos responsables.


Reflexionar suele ser una ocupación solitaria. Cada vez son menos los que se detienen para examinarse a sí mismos. Las pausas no son populares en un mundo vertiginoso donde se premia al activismo. Pero Salomón nos recuerda que conviene detenernos y evaluar lo que hemos vivido hasta ahora. Una reflexión que nos conducirá a ser, luego a actuar. El autor de la Carta a los Hebreos nos exhorta: "y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado" (Hebreos 12:13). Sanidad, es precisamente eso lo que necesitamos para que la enfermedad de la frivolidad desaparezca y en su lugar hermosee un alma pujante, realizada, feliz en Cristo Jesús. Un alma satisfecha en pertenecer al Señor, que no se pierde ni una sola recompensa de la redención, porque tiene como principio y fin: al insustituible Dios.

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