El síndrome del ermitaño

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"Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros." (Romanos 12:5)

En el año 333 a.C. Alejandro Magno venció las numerosas tropas del rey Darío en la gran batalla de Iso, al noroeste de Siria. El rey persa, sin embargo, pudo escapar de las manos del conquistador macedonio dejando atrás a su madre Sisigambis, a su esposa y a sus hijos. Alejandro envió a uno de sus oficiales para que tranquilizara a la reina madre y a su familia asegurándoles que ellas serían protegidas. Un día después, Alejandro acompañado de Hefestión, uno de sus principales generales, acudió a ver a la familia real persa. Ambos vestían con sencillez y el porte y andar del general Hefestión hizo pensar a la reina madre que éste seguramente sería Alejandro. Por tanto se apresuró para postrarse ante él. Hefestión retrocedió mientras que los cortesanos persas le hacían señas a la reina indicándole que Alejandro era el otro. La reina afligida intentó presurosamente postrarse ante el verdadero conquistador, pero Alejandro se lo impidió diciéndole: "No te preocupes, madre. No has cometido un error, él también es Alejandro". La verdad subyacente a este relato posiblemente sea el principio esencial que condujo al impacto histórico sobre el mundo antiguo que tuvo el ejército capitaneado por el conquistador macedonio. El sentido de unidad e identificación de los unos con los otros les hizo prácticamente invencibles. No defiendo para nada la moralidad de las conquistas de Alejandro, pero me asombra su tino para conducirse entre los suyos.

Más allá del sentido común, tino o diplomacia, la Biblia nos manda a mantener una relación de unidad y honra para con nuestros hermanos. Cada cristiano es miembro del cuerpo de Cristo y por tanto estamos interconectados indisolublemente. Una de las últimas oraciones de Jesús antes de la cruz fue acerca de la unidad de sus seguidores: "para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste" (Juan 17:21). La Unidad de los discípulos estaba en el centro del programa de Jesús y tendría un impacto evangelístico en aquellos que aún no estaban en la fe. Tenemos la responsabilidad de modelar mediante nuestra conducta la respuesta a esa oración de antaño.

No podemos mandar mensajes contradictorios al mundo que nos rodea, o se alejarán de nosotros. No podemos decir que amamos con el amor de Cristo a otros si nos cuesta vivir en unidad. No podemos decir que somos la iglesia y luego no servimos a esa iglesia. Es imperdonable identificarnos con redimidos y no tener obras de redimidos.

Debemos abandonar el síndrome del ermitaño y caminar en unidad con aquellos que, como nosotros, han nacido de nuevo. Evitar el sectarismo y el chovinismo religioso que enfatiza en normas y tradiciones, en lugar de poner atención al fruto del Espíritu y a la doctrina. Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo, por tanto no nos apresuremos a enjuiciar a otros porque sean un tanto distintos a nosotros. Amémonos, empaticemos, dejemos de lado la actitud huraña que nos hace crear pequeños guetos y acoplémonos a los propósitos divinos en una armoniosa marcha de unidad "para que el mundo crea". En uno de los diálogos de El guardían entre el centeno, Holden Caufield, el protagonista, dice: "Me gusta Jesús, pero no me gustan sus discípulos". ¿Por qué esa separación, por qué algunos ya no identifican a los cristianos con Cristo mismo? Esta debe ser una pregunta que nos conduzca a la reflexión y a la oración.


Los cristianos, según todo el Nuevo Testamento, nos elevamos sobre las miserias de un espíritu esquivo, desconfiado e intolerante. Somos conformados por el Espíritu a la semejanza de Cristo para evidenciar en nuestra andadura el carácter del Maestro. No somos cismáticos y conflictivos, Dios no nos diseñó así. Nos equivocamos y fracasamos, pero nos levantamos para retomar el proceso donde lo dejamos. Amamos la unidad y somos un pueblo con una cultura de honra. No podemos ser menos que todo esto. Dios nos exige militar dignamente, somos un cuerpo en Cristo, miembros los unos de los otros y amamos esa maravillosa identidad.

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