Fernando y Hans. Luego, la Dama Triste

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Fernando. - ¿También usted se va?

Hans. - También.

Fernando (fijándose en su equipaje) . - ¿A El Cairo?

Hans. - A la ciudad. Me han ofrecido un puesto en el Hospital General.

Fernando. - ¡Ah!, enhorabuena.

Hans. - Aquello es otra cosa: hay ambiente. Acabo de leer un resumen en la "Gaceta Médica": solamente en una semana, ¡veinticinco casos!

Fernando. - Espléndido.

Hans. - Aquí, en cambio, ya ve. Al principio la cosa prometía; acudía la gente, hubo varios intentos. En fin, para empezar no estaba mal. ¡Pero ahora! Esa Cora Yako ha acabado por ponerme fuera de mi. ¿La ha oído usted reír? ¡Es insultante! ¿Y besar?

Fernando. - Tiene mucha vida esa mujer.

Hans. - Demasiada. (Confidencial.) ¿Sabe usted que ha intentado seducirme?

Fernando. - ¡A usted!

Hans. - A mí. Esta mañana. Estaba yo afeitándome tranquilamente a la ventana y, así como jugando, ha empezado a tirarme piedras. Tuve que refugiarme en el interior. Cuatro piedras como nueces metió por los cristales. Y después un ramo de violetas. Lo de las piedras, pase, pero un ramo de violetas a mí. . . ¡Un poco de formalidad, señora! ¿Y el caso de la Dama Triste? Es espantoso. Imagínese usted que anoche, en el césped, entre las acacias. . . (Viendola llegar.)  ¡Ella! (Entra la Dama Triste, cantando entre dientes el "Danubio Azul". Viene sonriente, vestida de colores claros; graciosamente rejuvenecida, pero sin bordear en ningún momento el grotesco.) 

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