¡Muy bien! ¡He aquí el capítulo de hoy! Debo decir que al principio no tenía muy claro hacia dónde iba esta historia, hasta que me di cuenta de que podía echar manos de mis queridos Reyes del Inframundo y entonces todo fluyó como debía. Me ha gustado mucho el resultado final de este capítulo, así que... ¡espero que les guste!
Agradecimientos invernales
Si había algo que podía considerarse certero cuando se trataba de los dioses ―tanto de los griegos como de los romanos― eso sin duda era que siempre había que esperar lo inesperado de ellos.
Tenía sentido, por supuesto, que al jugar con poderes sobrenaturales sucedieran cosas que no podían ser explicadas por la ciencia.
Y la ciencia sin duda alguna estaba en contra de la explicación que los antiguos mitos ofrecían para darle sentido a las cuatro estaciones.
A pesar de ello, el mito de Perséfone y Hades era uno de los más conocidos alrededor del mundo. No era para menos, quizás, pues había un innegable atractivo en la bella doncella que había sido secuestrada por el oscuro dios que vivía bajo tierra, alejado de todos.
¡Pobre de la pequeña florecilla! ¡Alejada de su querida madre, de sus prados, del sol! ¿Y para qué? Para ser tragada por un mundo tenebroso, solitario y marchito. Malhadada muchacha. Pobre, pobre florecilla.
¡Y la preocupación de Deméter, la desgraciada madre de la criatura! Desdichada mujer, que se había visto obligada a seguir en tan sombrío peregrinaje el rastro de su hija, hasta darse cuenta de que estaba en el único lugar del que ni siquiera ella, con sus poderes divinos podría rescatarla: el Inframundo.
Oh, y las muertes, el frío, el calor de verano súbitamente transformado en ráfagas de viento helado y desesperación
Y entonces... ¡la esperanza! Oh, Hermes, el dios de los mensajeros, tan oportuno, uno de los pocos seres que podían entrar y salir del Inframundo.
Pero luego... la desgracia. Ay, tan cerca del final de la tormenta se hundía el barco... Justo antes de que Perséfone, la malograda florecilla, saliera, tan cerca de recuperar su libertad, tan al alcance del sol y de los extendidos brazos de su madre se había visto forzada, pobre ilusa, a consumir las semillas malditas de una apetitosa fruta que tan cara le había salido.
Qué tragedia, qué lastimosa tragedia la de esa delicada flor de narciso que ahora se veía atada por la fuerza a un reino de penumbras y a una corona de huesos por las manos de un sanguinario dios varios siglos mayor que ella y sin escrúpulos.
Pocos sabían que, en realidad, Hades había ofrecido sus dominios como refugio a una Perséfone fugitiva que buscaba escapar del yugo de su madre, que ya la había entregado en matrimonio a Hermes.
No muchos querían escuchar que el dios del Inframundo, el ermitaño que se mantenía siempre alejado de su familia, sentado en su trono de restos humanos y rubíes fuera, alejado de los ojos indiscretos, un dios dispuesto a recoger a un indefenso pajarillo para recibirlo en su castillo sin tener ninguna intención oculta, pues, ¿qué podía ofrecerle una diosa menor, menuda, el largo cabello trenzado con flores por debajo de las rodillas y miembros delicados, acostumbrados a bailar y a moverse al viento, no a trabajar o a esforzarse? ¿Qué podría traer Perséfone sino problemas con Deméter, hermana de Hades con quien él apenas tenía contacto por encontrarla insípida, qué sino las risas que tanto despreciaba?
Pero Hades no era tan monstruoso como sus hermanos lo hacían parecer, ni tan amable como le pareciera a Perséfone la primera vez que lo vio, alto, ancho de hombros, la oscura capa cayendo por sobre su imponente figura mientras ella lloraba sobre un ramo de narcisos.
No era una sorpresa, por tanto, que cuando Hermes bajó a los dominios de Hades, único lugar en donde ella se había sentido segura, ella, en su ciega desesperación por no perder su refugio recordó lo que el dios del Inframundo le había dicho algunas semanas antes, cuando la había llevado al Mundo de los Muertos.
«Todo lo que ves aquí, florecilla, puedes usarlo. Eres mi huésped, y sin importar lo que mi querida hermana te haya dicho, no trato mal a mis invitados. Sin embargo, por tu bien no te atrevas a tomar ningún fruto crecido bajo tierra y permite que mis sirvientes te traigan alimentos del Mundo de los Vivos, pues si consumes algo cultivado en este sitio estarás condenada a vivir aquí para siempre.»
¿Vivir ahí para siempre, entonces?, se preguntó a sí misma. Muy bien, que así fuera, dijo para sus adentros, tomando las semillas que cupieron en su delicada mano y, sin pensarlo más, las llevó a su boca para tragarlas, sin atreverse a masticar siquiera, por miedo a perder su única oportunidad.
Pero entonces se desató una nueva tragedia, pues la furia de Deméter, más desesperada ahora que nunca antes recrudeció el otoño para transformarlo en invierno, hasta que Hades ―Hades el justo y el que pensaba con sangre fría― se condolió de los mortales, que no tenían culpa del mal humor de su hermana, la siempre serena Deméter, y le sugirió a Perséfone, su ―ahora― bienamada esposa que dividiera el tiempo y pasara seis meses en compañía de su madre y los restantes bajo tierra, en su reino, creando al fin las cuatro estaciones.
¿La rotación de la Tierra?, eso no era sino una afortunada coincidencia.
Pero nadie quería saber del imperecedero amor de los Reyes del Inframundo ni del ramo de nomeolvides que Perséfone dejaba sobre el lecho que compartían antes de partir a reunirse con su madre en el Mundo de los Vivos.
Oh, no, nadie deseaba hablar de eso porque les era más grato discutir sobre la traslación de la Tierra y sobre la tristeza de Deméter en lugar de la corona de rubíes y esmeraldas que Perséfone con tanto orgullo ostentaba, misma que no se molestaba en dejar en el Inframundo antes de salir. Hades la había hecho una reina, y más les valía a todos saberlo.
Pero mientras tanto, y dado que los semidioses sabían que los movimientos terrestres como explicación a las cuatro estaciones eran una falacia, lo que ocupaba la mente de los mestizos era lo que había ocurrido antes del rapto de Perséfone y del problema con las emociones de Deméter.
Porque claro, antes de todo ese drama familiar tenía que haber existido una época para plantar y para cosechar, ¿cierto? No podía haber sido todo sol y alegría y primavera antes de la boda de Perséfone y Hades. ¿O no era así? ¿Acaso cada vez que, cuando niña, Perséfone hacía enfurecer a su madre se secaban todas las hojas y se echaba a perder la cosecha de ese año?
Toda lógica apuntaba a que, incluso antes del incidente del rapto debía haber algún tipo orden, de estaciones. Pero era cierto también que los dioses muchas veces no se guiaban por la lógica.
Sin duda alguna era extraño ―aunque no del todo desagradable― imaginar un mundo en donde todo el año tuviera flores y buenos climas, dejando de lado el hecho de que había gente que, dijera Deméter lo que dijera, en realidad disfrutaba del frío.
A pesar de ello, quizás convenía más que tanto mortales como mestizos dejaran de preguntarse sobre una primavera eterna y se limitaran a mostrarse agradecidos por el hecho de que todo el año no fuera un invierno yermo e interminable.
La pregunta acerca de la primavera eterna antes del rapto fue donada por juanitolarocca, ¡muchas gracias por contribuir!
Bueno, en otras noticias, digamos que este es un pequeño "teaser" de una historia sobre Hades y Perséfone que planeo escribir pronto, porque me encantan setos dos y porque parece que a ustedes también.
¡Nos leemos la próxima semana!
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Dudas existenciales
FanfictionEs decir, los hijos de Zeus conjuraban rayos, los de Hécate podían manipular la Niebla, los de Hermes eran capaces de robar con la gracia de su padre, los de Deméter hacían crecer cualquier cosa. Con todo eso a mano, ¿qué era realmente imposible? Po...