Mejor era no mezclarse

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¡Hola! Sé que he estado más que ausente estos últimos meses, pero por fin tengo vacaciones, así que... intentaré ponerme al corriente, mi meta es publicar tanto que ustedes se harten de mí y, por supuesto, encabezando mi lista de pendientes está esta historia.

No hay mucho que decir acerca de este capítulo, es algo corto, lo sé y justo por ello... mañana actualizaré nuevamente, con uno mucho más largo.

¡Nos leemos pronto (más pronto de lo que creen)!

Mejor era no mezclarse

Atenea con frecuencia era llamada la hija preferida de Zeus, y no era de sorprenderse, pues siempre que Zeus necesitaba ayuda con sus otros hijos ―Perseo, Zagreo, Hermes, Apolo― era Atenea quien se encargaba; era ella también quien se quedaba a cargo del Olimpo cuando se trataba de evitar un conflicto, pues Zeus tenía la mala costumbre de apuntar a su interlocutor con un rayo mientras que ella prefería el diálogo.

Además, las malas lenguas decían que Zeus le tenía tanto aprecio a la diosa de los ojos grises porque, a diferencia de sus otros hijos ella había sido concebida única y exclusivamente por él, como algunos mitos narraban el nacimiento de Ares o Hefesto, volviéndolos hijos de Hera solamente.

Eso no era cierto.

Atenea tenía ―o había tenido, en su defecto― una madre, Metis, la titánide de la prudencia, que Zeus, al descubrir que estaba embarazada y temiendo un incidente en donde sus hijos intentaran destronarlo se tragó sin titubear, siguiendo el ejemplo de Cronos, su propio padre.

Grande fue la sorpresa de Zeus, meses más tarde, cuando, con una migraña terrible le pidió a Hermes que le abriera la cabeza para descubrir qué era lo que estaba mal con él.

El origen de su jaqueca, al parecer, fue Atenea que en algún momento había sido parida dentro de Zeus y, como no era alguien para tener encerrada, pronto había dado a conocer su existencia, haciendo constar su inconformidad y sus ganas de quedar en libertad.

Hermes, haciendo un agujero en la cabeza de su padre ―misma que después cerró sin mayor problema gracias a la sanación divina, aunque algunas personas insistían en que quizás su hipotálamo había sido dañado en el proceso y que por eso el señor del rayo era tan cruel―, tuvo que retroceder, espantado cuando Atenea, completamente desarrollada y vestida para la batalla surgió del cráneo de Zeus, dando un intimidante grito de guerra.

Eso era chisme de hacía tres mil años, todo lo demás, como decían vulgarmente los mortales, era historia; Atenea había trasformado a Medusa en Gorgona, había socorrido a Perseo, había salvado el corazón de Zagreo de los gigantes, había castigado a Aracne cuando ella osó burlarse de su querido padre y había guiado al laertiada Ulises de vuelta a Ítaca.

Atenea era una de las dioses más reconocida alrededor del mundo, su culto en la Grecia antigua había sido extenso y, aunque los romanos no habían simpatizado mucho con Minerva, Atenea seguía siendo muy respetada por los semidioses griegos.

Todo eso estaba muy bien, pero con el tiempo y como frecuentemente ocurría con los dioses, todos habían comenzado a olvidarse de una parte de la historia, recordando sólo aquello que les convenía o interesaba.

Y es que, si Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón habían pasado siglos viviendo en los intestinos de su padre, Cronos, ¿podía ser que Metis llevara tres mil años en las entrañas de Zeus, sola y olvidada?, ¿o era acaso que, sin fama ni gloria, la titánide había salido de la cabeza de Zeus junto a su hija, para que después los Olímpicos la relegaran al olvido conjuntamente a la prudencia que ella representaba?

Ciertamente, los semidioses no podían acercarse a Zeus y preguntarle si una de sus amantes habitaba en sus intestinos; menos aún se atreverían a preguntarle a Atenea sobre el paradero de su madre, a la que no mencionaba nunca.

No era tan descabellado imaginar a los Olímpicos ―algo egocéntricos, había que decirlo, descuidados y carentes de empatía―, ignorando la existencia de una de sus congéneres, obligándola a permanecer en el interior de Zeus de la misma forma en la que habían relegado a Calipso a la diminuta isla de Ogigia y a Atlas a cargar al mundo mientras ellos comían ambrosía y bebían néctar como si no hubiera un mañana.

A Atenea no parecía importarle y quizás tampoco los semidioses deberían de haberse preocupado por la titánide, pero en un mundo como aquel en el que vivían, en donde podían darse concepciones sin esperma y los muertos eran capaces de regresar al mundo de los vivos, la suposición de que Metis aún estuviera viva no sonaba tan estrambótica.

Quién sabía, decidieron los mestizos por fin, los dioses eran criaturas extrañas y, en ocasiones, lo mejor era no mezclarse con sus asuntos.

Muy bien, esta vez el único agradecimiento es para mí... y ustedes, que se toman el tiempo de leer estas cosas. Quizás este debió de haber sido uno de los primeros capítulos y no de los últimos, pues ha sido una de mis dudas más recurrentes... cómo sea, aquí tienen, un capítulo más acerca de Atenea.

¡Hasta mañana!

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