XI

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La misma noche en que visité a Tyler volvimos a Nashville.

Dallas conducía lento, con Ed Sheraan sonando de fondo. Su cabello estaba despeinado y su camisa tenía los dos primeros botones desabrochados.

-Carlee, ¿puedo preguntarte algo?

Sabía cuál sería la pregunta.

-No- le respondí sonriendo.

-De todos modos, lo haré- tomó aire- ¿qué te dijo? Y, por favor, no digas nada, cuando fui por ti estabas en shock, tu rostro no mostraba ni una expresión.

Callé. ¿Qué podía responder?

-Él dijo- aclaré mi garganta- sólo cosas que prefiero olvidar.

Asintió con la cabeza y siguió manejando. Ninguno de los dos dijo nada el resto del camino y me sentía culpable por eso. No quería comportarme como una estúpida adolescente, mintiendo y sintiendo lástima por mí misma.

A la medianoche me quedé dormida por lo que pareció una eternidad. Cuando desperté faltaban unos minutos para llegar por Amy. La pelirroja todavía permanecía en pijama con el cabello revuelto, subió al auto y me abrazó.

Dallas parecía ajeno a todo lo que estaba pasando. Me maldije internamente por no haberle contado lo que sucedió. Cuando llegamos a su casa Amy corrió adentro. Dallas quiso seguirla, pero tomé su brazo haciendo que se detuviera.

-Dallas- murmuré.

Me dio una mirada inexpresiva. Palidecí.

-Ahora te llevo a casa, sólo me cambiaré de ropa- dijo indiferente. Mi furia se desató.

-Olvídelo, iré caminando.

Me agaché a tomar mi bolso del auto y comencé a andar. En nada lo tenía frente a mí.

-Señor Vanderwell, ¿puede hacerse a un lado, por favor? Debo irme a casa.

Estaba enterada de lo infantil que estaba actuando, pero no podía dejar de hacerlo. Cerró los ojos y movía los labios, como si estuviera contando en voz baja. Quise seguir caminando, pero me lo impidió.

-Carlee, lo siento, ¿está bien? De verdad lo lamento, no soporto las mentiras, y sé que no quieres hablar de ello, pero necesito que seas sincera conmigo.

Abrió los ojos y posó su mirada en la mía. Le di gusto.

-Vio mi cuerpo- inicié- sus ojos repasaron todo mi maldito cuerpo. Me sonrió, de la manera que lo hacía cuando tenía doce. Después de golpear a Will y de violarme.

Eso hizo que abriera incluso más los ojos. Tomé aire.

-Dijo que volvería a ser suya, me llamó perra y a Will, mariquita. Le di una bofetada. Es todo.

Me hice a un lado y seguí caminando. Creí que él me seguiría, o que tomaría mi mano, que me abrazaría.

No lo hizo.

Cuando llegué a casa lloré. De mi interior brotaban potentes sollozos que me hacían temblar. Esperé que él llegara, que tocara la puerta. Pero no pasó.

No recuerdo una noche más solitaria que esa. Me di un baño, cené y leí. Pero no podía estar en paz. Decidí irme a dormir, todo lo que hacía era dar vueltas en la cama, inquieta. Me levanté y subí a la azotea. Toda la ciudad tenía luz, se veían tan tranquilo, a excepción de algunos autos que transitaban. Percibí uno en especial, que conducía muy rápido para lo zona en la que estaba.

Cadillac negro.

Dallas Vanderwell.

Que te den, idiota.

Tocó la puerta. Bajé de la azotea y asomé mi cabeza despacio por la ventana. Estaba ahí, con el cabello aún más despeinado que en la mañana.

Volvió a tocar, esta vez más fuerte.

Muérete, Dallas. Y de camino al infierno, ojalá se te quemen las pestañas.

Pateó la puerta, me sobresalté. Aporreó la puerta con los puños y la pateó muchas veces.

-¡Carlee!- gritó- ¡Ábreme! ¡Lo siento!

Seguía golpeando sin compasión mi puerta. Abrí con cuidado.

-¿Qué quieres?- dije en el mismo tono que él había usado conmigo antes. Eso pareció dolerle.

-Perdón, debí entenderte. Lo siento.

Vete a la mierda, Dallas, pensé.

-Ven aquí.

Tomé su mano e hice que entrara, el reloj decía que era la una de la madrugada. Tenía el entrecejo fruncido.

-No me importa tener que hablar de lo que pasó cuando era niña, con el tiempo se convirtió en una cicatriz. Pero, yo, te conté el secreto de mi vida y tú sólo, te quedaste ahí, sin decir nada...

-Lo sé, fui un idiota- me interrumpió.

-Al fin estamos de acuerdo en algo.

Y así de fácil estaba perdonado. Rodeó mi cintura y colocó su cabeza en mi cuello, cosa que me tranquilizó.

-No tienes idea de que tan desagradable eres- murmuré.

-¿Y entonces por qué no te alejas de mí?

-Porque estás muy cómodo.

-Tu hermano me mataría si nos viera ahora mismo.

Su expresión me hizo reír.

-Mide metro y medio y pesa cuarenta kilos. Y ni siquiera lo menciones, todavía no sé cómo se lo vaya a tomar.

Me quedé callada. No éramos nada, no había nada, más que unos abrazos y un simple beso. Como si leyera mi mente, adivinó lo que estaba pensando.

-Dilo. ¿Qué somos?

-Dilo tú- contraataqué. Rió.


Confesiones RosadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora