—No te vayas...
Se dibujó una sonrisa en su rostro, y aunque no veía con claridad, acerqué la mano de forma temblorosa a su mejilla, otorgándole unas suaves caricias. Sonrió aún más, y sin decir nada pero entendiéndolo todo, se acostó a mi lado bajo las blancas sábanas. Rozó su mano en mi cintura, como pidiéndome permiso para abrazarme. Y se lo di. Caí rendida en un profundo sueño (y cálido por su cercanía), hallando la paz en esta noche, viendo sus ojos en mis sueños.
Abrí los ojos despacio al escuchar la dulce voz de un ángel. Al despertar y observar mi alrededor, me encontraba en una habitación completamente desconocida con un hombre que bien sabía quién era. Aquellos rulos rubios otra vez. Y no sé cómo pasó esto, que es lo peor. Se estaba poniendo una remera mientras cantaba "Relámpagos", escena que toda mina mataría por ver. Lamí mis labios inevitablemente, embobada por cada movimiento que él hacía. El dolor de cabeza me estaba matando, pero no era nada comparado a lo que Guido me hacía sentir sin siquiera dirigirme palabra alguna. Tan sólo con estar presente se me revolvía el corazón. Cuando terminó de vestirse se giró a verme, cortando con el arte que su voz derrochaba. Aclaré mi garganta, haciendo como que no estaba observándolo este rato.
—Buenas, borracha. ¿Cómo te sentís?
—Ay no, ese apodo no. —reí con la mirada baja—. Me duele la cabeza, pero bien.
Millones de dudas me torturaban la mente. No sé cómo llegué acá ni qué había pasado esta noche. Tan sólo tengo imágenes borrosas. Recuerdo haber estado en casa con Agustina tomando y después aparecí acá, pero no me acuerdo la razón.
—Ahora te traigo una pastilla. Quedate acostada.
Tan sólo su amabilidad y ternura me sacaba el dolor de cabeza sin problema alguno. Cuando él se fue, observé cada detalle de su habitación. Había una especie de balcón a la derecha de la cama con cortinas color beige y unos cuadros adornaban la blanca pared. Era muy acogedora. Luego de unos minutos la puerta se abrió, dejándome ver un Guido con un café en una mano, un vaso de agua en la otra y la pastilla en la boca. Pobre, tantas extremidades para llevar todo no tiene. No pude evitar soltar una leve risa por eso. Apoyó el café y el vaso de agua en la mesita de luz y me dió la pastilla en la mano, rozando nuestros dedos. Me la hubieras dado con tu boca que no me enojaba (pensé pero no dije).
—Muchas gracias Guido. —agradecí con sinceridad por haberse tomado la molestia.
—Tomate el cafecito primero eh —me señaló— así no tomas la pastilla en ayunas.
—Sí, gracias. —volví a agradecer—. Vení, sentate que te tengo un par de preguntitas.
—A ver, interrogame, te escucho. —amplió la sonrisa, sentándose en los pies de la cama.
Di un sorbo de aquél delicioso café; definitivamente era su especialidad. Sentí por un momento haberlo probado antes.
—¿Cómo llegué acá? —pregunté, volviendo a dejar la taza en la mesita.
—No sé qué pasó antes, pero estabas pasada de copas y al parecer llegaste acá porque "tu corazón te lo dijo" y obedeciste. Eso dijiste ayer.
Después de esas palabras no pude evitar sentir ganas de pegarme a mí misma. ¿En serio le dije eso? Maldita borrachera que te hace decir lo que pensas, sin filtros.
—Ah, bueno, te pido que no me des bola a lo que dije. Estaba en pedo y dije puras boludeces.
—No pasa nada. —se rió—. Así que te parezco hermoso, mira vos.
Mordí mi labio inferior y sentí como la sangre subía a mis mejillas. Seguro parecía un tomate.
—¿Te dije que sos hermoso? —cuestioné con timidez.
—Gracias, gracias.
—No te lo estoy diciendo, tarado. Te estoy preguntando si te lo dije ayer. —llevé mi mano a mi cabeza por su no entender.
Él soltó una carcajada mientras llevaba sus rulos hacia el costado, disimulando su estupidez. Tragué saliva sonoramente.
—Me lo dijiste, pero no importa. Entiendo que estabas en pedo.
—¿Dije o hice alguna otra cosa de la que deba enterarme? —pregunté con miedo de saber la respuesta.
—Dormimos juntos.
Abrí los ojos como dos platos y deseé exiliarme de acá. No puede ser que no me acuerde, ¡me odio! Tomé de mi café esperando que así el nudo que se formó en mi garganta desaparezca. Guido sonrió, manteniendo su facha; como si no le hubiera movido ni un pelo todo esto. Pero, a mí me había movido cielo y tierra. Nos regalamos miradas, como si ese fuera el nuevo lenguaje entre nosotros.
—Sabía que nos íbamos a volver a encontrar. —solté.
Él, manteniendo su sonrisa, se acercó poco a poco a mi rostro. Aún mirándome a los ojos, me agarró el mentón, obligándome a acercarme más. El resto del mundo no existía en el momento que su respiración se mezclaba con la mía.
—¿Te digo algo? —hizo una pausa, con la vista fija en mi boca—. Yo también lo sabía.
Y después de lo dicho, se alejó, yéndose de la habitación, dejándome atónita una vez más. ¿Acaso le parece divertido eso de dejarme con la palabra en la boca? Tomé la pastilla y sin más vueltas me paré de la cama. Sentí como las piernas me pesaban y el cuerpo se encontraba cansado. Busqué mi cartera aunque ni siquiera sabía si la había traído. Y así fue, no la traje. Qué estúpida Lucía, no das más. Ahora no tenía ni plata para un remis ni la sube para ir en colectivo aunque sea. Ni siquiera celular para decirle a Agustina que me pase a buscar. Abrí la puerta y casi desorientada me fui a buscar al rubio para despedirme de él. No sé cómo iba a volver a casa, pero ya no quería causarle más molestias. Lo encontré tirado en un sillón tocando la viola. Podría escucharlo tocar toda una eternidad y no cansarme en lo absoluto. Me daba cosa interrumpir pero él se dio cuenta de mi presencia y dejó la guitarra a un costado.
—Yo ya me voy. Gracias por todo y perdoname, no voy a volver a molestarte.
—Molestame todos los días entonces. —soltó con seguridad.
—Tarado que sos. —susurré, acomodando un mechón de cabello detrás de mi oreja.
—Siempre escucho cuando hablas bajito eh. —se rió—. Bueno dale, yo te llevo. —se paró del sillón—. Y sin peros.
—Bueno, gracias. Sos un dulce. —dije, arrepintiéndome al instante.
Él me guiñó el ojo (me sentí morir) y fue a agarrar las llaves para ya salir. Me preguntó si quería comer algo antes de irnos, pero me negué. Su presencia me quitaba el apetito de una forma casi imposible de creer. Abrió la puerta y salimos para después subirnos a su auto. Tenía el presentimiento de que este viaje iba a ser complicado.
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Aún estás en mis sueños [Guido Sardelli y vos]
Hayran KurguSumergida en los sueños; así soy yo, Lucía Muñoz, una adolescente que con tan sólo diecisiete años de edad está perdida en el mundo de la imaginación, logrando casi sin querer odiar la realidad. Dicen que cuando deseas algo con todas tus fuerzas...