capitulo 21

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Camino al anochecer por los jardines de una gran villa de estilo italiano, la dirección de la fiesta que Bundy dio al chófer del coche de alquiler, el lugar donde dijo que podría, solo podría, encontrar a Anna. Es también la noche previa a las elecciones de Bob y hay tanto por hacer que Jack va a pasarla en la oficina de la campaña electoral.
Sigo un sendero que serpentea a través de pequeños declives, pendientes y curvas. Esté donde esté, veo que esta villa se prolonga ladera arriba, silueteada por la luz de una luna llena aún baja en el cielo nocturno y medio eclipsada por un cúmulo gigantesco que permanece  ahí suspendido por la inmovilidad del aire.
Solamente hay un sendero —no se bifurca ni se cruza con otros—, pero en ningún momento veo a nadie delante de mí, ni siquiera cuando empieza a ser más recto, y tampoco viene nadie en mi dirección. El sendero parece idéntico en toda su extensión: cubierto  de  tierra y  delimitado por pedruscos, más  allá de  los  cuales  hay matorrales  frondosos y árboles salpicados de flores y orquídeas silvestres de tonos tan intensos y luminosos que parecen resplandecer en la oscuridad. El sendero  está iluminado por una extraña luz ambiental sin fuente aparente —la clase de semipenumbra que hace que parezca que todo está vivo— que alumbra a medio metro a ambos lados del camino.
Llevo la misma capa roja que llevé en la fiesta Eyes Wide Shut y unas manoletinas negras, y me siento un poco como Caperucita Roja corriendo a casa de la abuelita. El silencio, la quietud, la solitud y la negrura me ponen los pelos de punta. Camino con todo el brío que puedo, deseando que mi destino aparezca a la vuelta de cada curva. Pero no lo hace.
Me apresuro por el sendero, en la oscuridad, dirigiéndome quién sabe adónde, y dos pensamientos giran en mi cabeza sin  cesar,  primero uno y después el otro.
¿Qué hago aquí?
El cabrón de Bundy.

Y no se me ocurren suficientes formas de maldecir a Bundy porque sé, simplemente lo sé, que ha vuelto a engañarme, pero tengo que encontrar a Anna y no hay alternativa. Maldigo el nacimiento de Bundy, maldigo a sus padres, maldigo sus estúpidos  tatuajes, su asqueroso  pene y  sus apestosos pies. No consigo acallar la voz en mi cabeza,  tan  ensordecedora e insistente que tengo que comprobar que  no  estoy  diciéndolo en voz alta. Aunque tampoco es que haya nadie cerca que pueda oírme. No hago más que darle vueltas en mi cabeza, y cada poco tropiezo con la respuesta.
Anna.
Estoy aquí para encontrar a Anna. Tengo que encontrar a  Anna.
Pensarlo refuerza mi determinación para alcanzar mi objetivo, y acelero el paso.
Estoy tan sumida en mis pensamientos que olvido dónde me encuentro, y eso mitiga un poco la ansiedad y el miedo que siento caminando sola en la oscuridad, porque, aunque no hay un alma a la vista, está repleta de vida que sí puedo oír. Del mismo modo que los sonidos de  la naturaleza saturan el aire cuando caminas por el bosque, aunque no puedas ver qué los produce. No oigo los sonidos de un bosque, oigo el murmullo del sexo, el murmullo de gente follando, los sonidos del placer desatado. Risas, chillidos, gruñidos y gemidos. El contacto  de  piel  contra piel. Y cuando atisbo en la oscuridad, más allá del sendero, me parece vislumbrar extremidades entrelazadas en los tallos, cuerpos sobre ramas, nalgas brotando entre los  arbustos, figuras  en celo entre la  maleza. Parece  el Paraíso antes de la Caída, cuando el sexo y la naturaleza eran una, primaria, carnal y salvaje. La tentación me rodea.
Aunque parece que me dirijo hacia la casa, no puedo estar segura de que sea allí adonde lleva el sendero porque en ocasiones gira sobre sí mismo o traza una serie de pronunciados zigzags. No tardo en perder el sentido de la orientación y en no tener ni idea de si estoy avanzando o retrocediendo, subiendo o bajando. Aun así, siempre alcanzo a ver la torre ornamental, alta y delgada, de la villa, como una almenara o un faro que señala mi  camino.
Me siento como si estuviera caminando por el montaje de apertura de Ciudadano Kane, aquellos primeros y famosos planos que comienzan de forma tan agorera con un cartel    de NO PASAR  colgado de

una alambrada y que se diluyen en ese barrido vertical, largo y lento, a través de más vallas, barandillas, cancelas y balaustradas —cada cual más ornamentada, más maciza, más premonitoria que la anterior—, seguidas de una serie de lentos fundidos por las ruinas de Xanadu, el monumental capricho que Kane construyó para celebrar su riqueza, con su intimidante mansión gótica dominando el fondo como una lápida.
Pienso en esas vallas y cancelas como las barreras y los diques de mi personalidad, los que erigí a lo largo de mi infancia y adolescencia para protegerme del mundo. Estoy tan absorta en mi propia vida que había olvidado incluso que todas esas fortificaciones estaban ahí y que, en lugar de protegerme, lo único que hacían era bloquear el camino impidiéndome ver dentro de mí, impidiéndome ver quién soy en realidad. Y ahora veo que no quiero recorrer así el resto de mi vida. No quiero acabar como Charles Foster Kane: frente a la muerte pero empeñado en seguir negando lo que lo ha gobernado. Un hombre perseguido por sus fantasmas encerrado en su castillo, condenado a pudrirse con su finca.
Esta finca, por la que estoy caminando, está tan ruinosa como la de Kane, pero cuanto más avanzo por ella, más enigmática y excéntrica se vuelve. Es una ruina pensada para parecer una antigüedad, pero construida para desorientar al arqueólogo que algún día tropiece con  ella. Dejo atrás edificios apartados del sendero que parecen descollar sobre mí mientras me aproximo a ellos pero que cuando me acerco aún más veo que están construidos con una perspectiva forzada y que no existen sino como fachadas sesgadas con tramos de escaleras que no llevan a ninguna parte. Paso junto a un anfiteatro inacabado que tiene asientos pero no escenario e hileras de columnas con caras de duendes y demonios. Inmensas estatuas  de piedra semidesmoronadas asoman por encima de las copas de  los  árboles y desde detrás de la maleza —gigantes, dioses, diosas, ninfas, criaturas míticas—, todas ellas participando en alguna forma de comunión y exhibicionismo sexual. Una tortuga gigante cargando con un falo gigante. Una esfinge sujetándose los pechos, de cuyos pezones mana agua.  Un coloso con armadura de batalla sosteniendo  su  monumental  e  hinchado  pene como si  fuera una espada, preparado para derrotar a sus    enemigos.
Supongo que este lugar lo construyó algún financiero rico con recursos ilimitados a su disposición como monumento a su descomunal imaginación sexual. Luego, como Kane, debió de quedarse impotente por      la edad o por la insatisfacción o por la putrefacción, y legó su creación a  la

madre naturaleza, que adoptó como propias a las deidades de piedra y envolvió las figuras desnudas con musgo, enredaderas, raíces y hierbas.
Noto que las figuras me miran, oigo el sonido del sexo en los árboles y la maleza, y me precipito por el  sendero: doblo un recodo, rodeo   un soto y salgo a una corta avenida flanqueada de árboles con ramas entrelazadas que forman un dosel. Esta conduce a una enorme estructura rocosa adosada a la ladera, esculpida con la cara de un ogro, mofletuda y redonda, con barba, ojos pequeños y brillantes, y boca poblada solo por unos cuantos dientecillos desiguales. Me hace pensar en el graffiti de la vagina con dientes que había en la entrada de la Fábrica de Follar. Esto es una vagina con dientes, ojos y vello púbico.
Hay una inscripción grabada alrededor del labio superior, y está pintada de rojo, como un tatuaje: AUDACISSIME PEDITE
El ogro tiene la boca completamente abierta, como si gritara o se riera, no sabría decirlo. O quizá simplemente se esté riendo a gritos por algún chiste que solo él entiende. El ogro me mira, se ríe de mí, como si hubiese reconocido a alguien que no pertenece  a este lugar. Una parte de  mí solo quiere correr hacia su boca y esconderse dentro, sin importarle lo que encuentre allí, en la penumbra absoluta, para así no tener que volver a ver nunca su mirada. Porque allí es adonde lleva el sendero, a la boca del  ogro. Allí es donde acaba. No hay ningún otro sitio adonde ir, al  margen de  la posibilidad de dar media vuelta y volver sobre mis pasos, pero no tengo ninguna intención de hacer eso. Debo encontrar a   Anna.
Oigo música, el sonido de tambores y flautas. Da la impresión de que sale de la boca del ogro.
Vacilo entre la ansiedad y la determinación; ojalá Anna estuviera aquí. Pienso: ¿Qué haría Anna? Pero ya conozco la respuesta. Nada de esto la perturbaría. Saltaría adentro alegremente, porque para ella cada experiencia es una nueva aventura, un nuevo desafío, una nueva frontera que cruzar.
El sexo murmurante me habla. Dice: «Entra». Así que lo hago.

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