capitulo 18

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Durante el trayecto hasta la casa de los DeVille, tengo la sensación de que Jack y yo nos alejamos de nuestros problemas y nos dirigimos hacia un horizonte nuevo, y yo quiero dejarlo todo atrás y comenzar de cero. En varias ocasiones incluso le sorprendo mirándome furtivamente cuando cree que no me doy cuenta.
Bob DeVille y su esposa Gena  viven en un espléndido chalet  de planta abierta y dos niveles construido en una ladera, con un jardín terraplenado, hectáreas y hectáreas de terreno, una terraza y una piscina  con vistas a un valle largo y exuberante surcado por un río y rodeado de montañas en la distancia. Lo único que se ve desde la terraza es este extenso paisaje, que parece prolongarse kilómetros ininterrumpidamente con solo un puñado de casas a la vista.
Cuando Bob nos lleva a la terraza para enseñarnos la panorámica, al  poco de llegar, me siento  abrumada.
—Quiero vivir aquí —le susurro a Jack.
—¿Aquí? —dice él.
—En un sitio exactamente como este —digo—. Tú y yo solos, aislados por la belleza.
—Supongo que entonces voy a tener que convertirme en alguien. —Sonríe.
No dudo de que lo hará, y quiero estar con él cuando lo haga.
—Este sitio es increíble —añado—. Sabía que Bob era rico, pero no era conscidente de que era tan rico.
—Es bueno en su trabajo —dice Jack—. Uno de los  mejores.
Litiga para petroleras.
Es la primera vez que veo a Bob en persona. Lo más cerca que había estado de él son esas fotos de los gigantescos carteles electorales que empapelan la fachada del despacho. Carteles que parecen anuncios publicitarios de algún producto de higiene. Retocado hasta  la perfección. Su aspecto es duro, atractivo y acicalado… —como el hombre de Marlboro anunciando un dentífrico—, pero todo es imagen, porque en persona no   es

así en absoluto. Es tan estirado que más bien parece memo, y también es algo torpe, y eso hace que me caiga un poco mejor.
Gena es una belleza sureña clásica, de cara y modales dulces que solo podrían ser fruto de  una  educación  privada.  Parece  una  reliquia del glamour de los sesenta; lleva el pelo rubio, liso y con las puntas vueltas hacia arriba, como si ese peinado nunca hubiera pasado de moda. Viste un traje pantalón de color turquesa, el tipo de prenda con que siempre se ve a Hilary Clinton, un look que resulta distinguido y elegante a la vez.
Antes de almorzar, Bob y Jack están sentados en el sofá manteniendo una conversación de hombre a hombre sobre política y el estado del mundo. Yo miro las fotografías que hay en la repisa de la chimenea y me fijo en una antigua de Gena en blanco y negro.
Calculo que tendría mi edad cuando se la hicieron. Se parece a Ingrid Bergman en Te querré siempre. Tan hermosa, tan sofisticada… Pero son sus ojos lo que me atrae, rebosantes de un anhelo y una calidez cautivadores.
—Qué ojos tan bonitos —digo en voz alta al coger el retrato, sin dirigirme a nadie en particular y sin darme cuenta de que Gena está de pie a mi lado.
—Vaya, gracias —dice ella—. Bob siempre dice que fueron mis ojos los que le robaron el corazón y que tuvo que casarse conmigo para recuperarlo.
Y, mientras dice esto, alzo la vista de la fotografía y la miro a  los ojos, y advierto que ya no son los mismos. Los ojos de Gena están empañados, como si estuviera tomando demasiados medicamentos incompatibles, y su boca se ha deformado en las comisuras, como se tuerce un clavo si no golpeas directamente en la cabeza con el martillo cuando ya está medio clavado en la  pared.
Y me pregunto qué golpeó de ese modo a Gena para deformarla. La miro ahora y parece como enajenada y perdida. Pero debo decir que está poniendo buena cara.
Jack no ve nada de esto. No ve las pequeñas grietas. No está preparado para mirar más allá de la fachada que Bob y Gena exhiben. Está demasiado absorto en lo de Bob.
Jack es un tipo listo, perspicaz. Pero a veces me desespero. No es que no sepa ver dentro de las personas.  Sencillamente,  no  quiere. Necesita creer demasiado en ellas, reforzar su idea de quién es él y cuál   es

su lugar en el mundo. A los ojos de Jack, Bob es incapaz de hacer ningún mal.
Ahora que los veo juntos, tengo la sensación de que Bob ve a Jack de una forma parecida, como la clase de hombre que tiene un gran futuro por delante. Finjo que no escucho su conversación, pero oigo que Bob le dice a Jack: «Eres la clase de hombre con el que podría contar. Si lo conseguimos, te daré un cargo».
Rodea con un brazo los hombros de Jack en actitud paternalista. Esa es la otra cosa que comprendo ahora que los veo juntos: Bob ve a Jack como el hijo que nunca tuvo.
Bob y Gena no tienen hijos, lo que resulta extraño ahora que lo pienso, porque no se me ocurre ningún político que no tenga hijos. Incluso  los que aún están en el armario, a los que al final se les pilla en  su despacho del Capitol Hill con los calzoncillos en los tobillos y el culo escariado por algún guaperas cachondo al que se ligaron en un bar gay, y al que después pudieron contratar como secretario personal adaptando la normativa. Incluso esos tipos tienen esposa y niños en casa.
Bob y Gena no tienen niños; en su lugar, tienen un perro. Una especie de terrier. Y le han puesto el nombre del hijo que nunca tuvieron. Lo han llamado Sebastian. Y también lo  tratan como a  un hijo. Como esta  es una ocasión especial y tienen invitados, Gena lo ha vestido con corbata y esmoquin  de perro.
Algunas personas son de gatos, otras son de perros. Yo soy de los dos. Me encantan los perros. Pero no los perros pequeños. Y desde luego no este perro pequeño.
Este perro se cree una monada. Cuando en realidad no lo es. Solo es un buscador compulsivo de atención. Su juguete favorito es  un perro de plástico. De la misma raza, del mismo color,  solo  que  más pequeño. Como una réplica de sí mismo presentada como un personaje de dibujos animados. Un perro de plástico que chilla. Y su pasatiempo favorito es trotar por la casa como si fuera su dueño, con el perro de  plástico en la boca, mordiéndolo cada pocos segundos para que chille. Deja caer a mis pies la babeada versión en plástico de sí mismo y se queda ahí, expectante, hasta que yo la cojo y la lanzo. La lanzo y en cuestión de diez segundos él ya ha vuelto a por más, y el jueguete de plástico vuelve a estar a mis pies, cubierto aún de más  baba.
Bob y Jack siguen enfrascados en su conversación; Gena  está

en la cocina, y a mí me han dejado jugando con este estúpido perro y su doppelgänger de plástico. Después de tres o cuatro rondas, ya estoy harta. El juguete es una bola de baba con plástico dentro, y yo me resisto a cogerlo porque no sé dónde ha estado este perro. Afortunadamente, en ese momento Gena nos llama para almorzar.

LA SOCIEDAD JULIETTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora